Columna

Mi relación con las vacaciones

Confesiones de enero

Enviar correos. Entregar. Corregir. Escribir. Preparar. Responder. Escribir. Editar. Traducir. Llamar. Escribir. Producir, producir, producir…. La lista de tareas nunca termina. Y después de diciembre, cuando a los pendientes laborales se les suman los mandatos sociales de celebrar y gastar, gastar, gastar, llega enero… la calma.

Para muchos, enero significa playa, es un mes esperado con ansias, el momento de viajar como merecido premio a un año de mucho trabajo. O, al menos, así me imagino que debe vivir sus vacaciones la gente que hace bien las cosas… No sé, no es mi caso.

Para mí, las vacaciones son cosas que les pasan a los demás. Eso de irse a un resort todo incluido y sentarse con una piña colada a mirar el mar y no pensar en nada suena a una belleza absoluta que me es desconocida.

No me refiero a viajar. De viajar, he viajado mucho, pero siempre por trabajo o estudios, y con la lista de pendientes en su versión extendida como compañía.

Si ya tienen calendarizadas sus vacaciones 2026, no entienden la gentrificación, ni por qué Bad Bunny dice en una canción que no quiere que Puerto Rico se convierta en Hawái.

No, no me refiero a viajar. Me refiero a descansar, a permitirme disfrutar del ocio sin culpas, sin pendientes, sin el WhatsApp que titila cada dos minutos con mensajes laborales, sin preocuparme por las cuentas que se acumulan a fin de mes.

Si son de los primeros, probablemente esta columna no es para ustedes. De hecho, lo más seguro es que ni la lean. ¿Por qué lo harían?, si están con una caipiriña viendo las olas pasar. Si para ustedes las vacaciones son algo que dan por sentado cada año. Si ya tienen calendarizadas sus vacaciones 2026, no entienden la gentrificación, ni por qué Bad Bunny dice en una canción que no quiere que Puerto Rico se convierta en Hawái.

Ahora, si se identifican con lo que acabo de contar, les invito a unirse al Club de los No Vacacionistas Anónimos, al que quizás preferiríamos no pertenecer. Pero ya que estamos, al menos perdamos la vergüenza y permitámonos disfrutar desde donde nos toca. Les comparto mi historia, a ver si nos animamos.

De chica, no puedo decir que sufrí necesidad. Crecí en una familia de clase media que a duras penas llegaba a fin de mes, pero llegaba. Eso sí, de vacaciones en la playa, ni hablar. Excepto una que me quedó en la memoria en la que fuimos a Mar del Plata. Por lo demás, cuando el calendario marcaba diciembre y se terminaban las clases, me daba un poco de angustia.

… las vacaciones para mí vaticinaban esa quietud tediosa del verano asunceno con tardes en las que los grandes dormían la siesta, las únicas aguas en que nos refrescábamos eran las del pelopincho

Performaba, como los demás chicos, que estaba harta de estudiar y hacer las tareas, y que era feliz en esos meses libres solo para mí. Pero la verdad es que a mí me encantaba ir al colegio. Además, al no tener muchos primos ni amigos en el barrio, las vacaciones para mí vaticinaban esa quietud tediosa del verano asunceno con tardes en las que los grandes dormían la siesta, las únicas aguas en que nos refrescábamos eran las del pelopincho y, lo más importante, era una pausa de ver a mis amigas, mis compañeras de colegio, que viajaban a cumplir su destino del verano en la playa y volvían con historias —que para mí sonaban fantásticas— de sus días frente al mar carioca.

Las vacaciones eran para mí mucho más introspectivas. Como la protagonista de una novela victoriana que, en vez de transcurrir en paisajes bucólicos, acontecía bajo el calor de 40 grados de este glorioso territorio subtropical.

Si me preguntan cuáles son los mejores recuerdos de mis vacaciones, habrá aventuras, claro que sí, pero que les ocurrieron a las protagonistas de los libros que leí a través de los años. Les puedo contar sobre Atenea y Afrodita, las diosas de la sabiduría y la belleza que me acompañaron durante muchos veranos en los que mis vacaciones, mentalmente, transcurrieron en Grecia y en el Olimpo. También hubo veranos en el Caribe colombiano, pero en territorios ficticios y de realismo mágico, como el Macondo de Gabriel García Márquez. Asimismo, tuve temporadas en París, mi destino soñado, acompañando a La Maga, de Rayuela.

Ahora que lo pienso, mis vacaciones de la infancia fueron bastante geniales. Y hasta me doy cuenta de que esas temporadas de ocio durante mi niñez y adolescencia influyeron mucho más en mi futura persona adulta que el periodo escolar. Además de leer, fueron épocas dedicadas a todo lo que me gustaba y no me animaba a compartir con los demás.

Me siento nostálgica de esas vacaciones en las que no hubo mar, pero sí un cielo infinito de posibilidades que explorar a través de los libros, el arte y la creatividad.

En ese periodo escribí mis primeros poemas y cuentos, muchos años dibujé, iba al teatro como espectadora y actriz; incluso llegué a grabar con mi hermana un programa de radio ficticio en el Walkman que me habían regalado mis papás (¿fuimos precursoras del podcast sin saberlo?).
Sin embargo, desde que tuve mi primer trabajo de periodista a los 19 años, esas vacaciones se terminaron. No porque no las necesitara, sino por diferentes motivos: no había tiempo, dinero o plan para ocuparlas.

Diecinueve años después, no es sorpresa que me cueste encontrar momento y espacio para volver a mí y descansar. Dejar de hacer y dedicarme a ser. Y, de repente, me siento nostálgica de esas vacaciones en las que no hubo mar, pero sí un cielo infinito de posibilidades que explorar a través de los libros, el arte y la creatividad.

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