Adiós, Carrie Bradshaw
Si tengo que ser sincera, no disfruto de mis cumpleaños; tampoco de festividades como Navidad, Año Nuevo o el Día de los Enamorados. La razón es sencilla: las expectativas que me pongo hacen que sea imposible disfrutar de estas fechas, que vienen con un reloj biológico incluido que nos recuerda dónde deberíamos estar en este momento de nuestra vida.
A pesar de que he logrado cosas increíbles y metas que van mucho más allá de lo que me atreví a soñar para mí misma, cada año, cuando llega el mes de abril, el castillo de naipes de la experiencia empieza a sucumbir ante el ventarrón de las expectativas no satisfechas. Pareciera que empieza a pesar más lo que no se logró, lo que falta, las metas no cumplidas y el hecho de que tal vez, muchas de ellas, no se cumplirán. Mañana (el 29) cumplo 37 y de nada sirve negarlo: ese sentimiento ansioso comienza a acechar.
Todo esto me obliga a preguntarme de qué nos sirven las expectativas y cómo nos hacemos cargo de ellas.
A pesar de que he logrado cosas increíbles y metas que van mucho más allá de lo que me atreví a soñar para mí misma, cada año, cuando llega el mes de abril, el castillo de naipes de la experiencia empieza a sucumbir ante el ventarrón de las expectativas no satisfechas.
Antes de continuar, permítanme aclarar que no me considero alguien pesimista ni infeliz. Al contrario, siento que, en general, estoy a gusto con el rumbo que han tomado las cosas en mi vida. Me encuentro rodeada de gente que me quiere y valora, trabajo en lo que me gusta y, con un montón de limitaciones, me voy abriendo paso en algo que no pensé sería posible: producir conocimiento académico en un campo que me apasiona.
A medida que me acerco al último tramo de los 30, me pongo a reflexionar sobre las Jazmines que fui, la que soy hoy y la que quiero ser. En ese trayecto, ¡qué mucho peso he puesto en las expectativas! Los 20 fueron la era de la inocencia, de pedir permiso a cada paso, de luchar constantemente con el síndrome del impostor, de ser muy soñadora, pero también muy pretenciosa. No puedo negarlo. En esa época estaba llena de listas y checks por cumplir. Pensaba quizá en una felicidad muy ligada al éxito, donde lo que validaba la experiencia era el destino final y no tanto el proceso.
Hace poco volví a ver Girls, la serie creada por Lena Dunham, y no pude dejar de identificar a la veinteañera que fui —salvando las distancias— con esas chicas neoyorquinas insoportables que piensan que el mundo es suyo, que ellas son “la voz de su generación”, aunque aún no tuvieran claro cuál era el tono de esa voz. Ellas culpaban de sus fracasos a todo el mundo a su alrededor y daban los méritos de sus triunfos a nadie más que a ellas mismas.
También volví a ver Sex and the City, y en este caso, para bien y para mal, las distancias con esas neoyorquinas de treinta y tantos no podían ser mayores. Creo que Carrie encarna la mujer de 30 que quería ser a mis 20. Hoy, tengo los rulos, el gusto por la moda (sin el presupuesto), la vocación por la escritura y hasta una columna quincenal que podría prestarse al delirio de ser una Carrie sudaca.
Pero pelando la cáscara, no podría estar más lejos de la vida y los ideales de Sex and the City. ¡Y qué alivio! Lo que más me espanta es pensar que en algún momento compartí esa idealización de los vínculos tóxicos y que no me di cuenta hasta hace poco que la más tóxica era Carrie, que resultaba mala amiga, mala novia y hasta mostraba rasgos narcisistas bastante problemáticos.
Quizás es porque con los 30 llegó también la época de deconstruir las grandes narrativas sobre las expectativas, el amor romántico, la visión del éxito como un proyecto individualista. Al fin y al cabo, una gran mentira que viene de la mano con esto de celebrar años es pensar las cosas en singular, cuando lo que más pesa es lo colectivo, lo estructural. Si estamos en un momento en que el acceso a las universidades públicas está en peligro y el mercado laboral es de mucha inestabilidad, ¿de qué sirve triunfar en metas individuales como entregar la tesis? Si vivo en un país donde se deforestan bosques enteros, ¿acaso aporta algo un solo individuo que haya plantado un árbol?
Una gran mentira que viene de la mano con esto de celebrar años es pensar las cosas en singular, cuando lo que más pesa es lo colectivo, lo estructural.
También influye pertenecer a la generación que creció sin representaciones positivas de mujeres de 40, como si fuera una década donde ya no mereciéramos ser protagonistas. A esa edad ya no se busca amor, ya no se disfruta del sexo, ya no se persiguen metas personales y ya no se tienen ideales más allá de ser madre y esposa. Pues quizás, ante la falta de modelos, nos toca inventarlos.
Este es el deseo que pido a las 37 velitas que soplo este año: disfrutar del pizarrón en blanco que es el futuro y dejar de lado los post-its con metas y listas de cosas por hacer. En su lugar, convertir ese espacio vacío en un mural abierto, lleno de colores y formas que se salgan de las líneas, de lo esperado y establecido.
Deseo que se vengan años donde lo más importante sea ser yo misma, pero en relación con los demás. Es decir, auténtica pero, sobre todo, parte activa de una comunidad.
Sin Comentarios