Yo quiero tener un millón de…. ¿followers?
No sé en qué momento empezó, pero últimamente se siente particularmente asfixiante. Pasamos de tener hobbies, de dedicarle tiempo a cosas que nos gustan y hacerlas por simple gusto, a convertirlo todo en “experiencias” y en ser expertos exprés en el tema del día: no importa si somos contadores hablando de celiaquía o licenciados en Marketing opinando sobre la crisis climática. Lo que hoy nos habilita a hablar no es el nivel de formación ni el expertise en el tema, sino la cantidad de seguidores.
Ya no contamos historias, ahora hacemos storytelling. Ya no tenemos un mensaje que comunicar, ahora somos “creadores de contenido”. Ya no hablamos con personas, sino que tenemos followers. Y ya no importa el qué de ese contenido, sino el cuánto: el impacto, el engagement. Pareciera que cuantos más términos en inglés median nuestras interacciones, más inhumanas estas se vuelven.
Nuestras relaciones más íntimas tampoco escapan a esta comodificación de la vida. Como cuenta la periodista Judith Duportail en El algoritmo del amor: Un viaje a las entrañas de Tinder, la aplicación de citas más popular de todas asigna a sus usuarios “notas de deseabilidad” de acuerdo con factores como la talla, la altura, el pelo y la edad, pero también la profesión, el nivel de formación y el barrio de residencia. Por supuesto, esta puntuación varía según el género: tener más de 25 reduce considerablemente la “nota de deseabilidad” de las mujeres, también contar con un alto nivel de formación. No así para los hombres. ¿Qué pasa entonces? Que el algoritmo se encargará de promocionar nuestro perfil o esconderlo, según qué tan alta sea nuestra puntuación.
Hay un discurso del autocuidado muy peligroso, que alienta a que las personas se encarguen solas de estar bien, antes que promover el construir redes de contención. Nada de pedir ayuda o cargar con tus problemas a los demás. Eso es falta de límites.
En medio de lo que llaman economía de la reputación o la atención —dependiendo de en qué aspecto nos enfoquemos—, pareciera que la amistad es la última instancia de resistencia a la comodificación de las relaciones. Pero eso no es algo que podamos dar por sentado. Al contrario, por eso mismo se está volviendo un recurso que escasea más y más. No es coincidencia que el año pasado la OMS haya declarado que la soledad es un problema de salud pública a nivel mundial. Tristemente, ya no tenemos tiempo de cuidar los unos de los otros.
De repente, se volvió el mayor de los lujos el conectar con personas que quieran y puedan perder el tiempo con una, dispuestas a sentarse a charlar sin estar contando los minutos o mirando el teléfono, que te dediquen su atención sin que importe si salís bien en las fotos, que tu cara de c#%@ espante antes que atraiga gente o si su relación luce aesthetic o no en las redes sociales.
Además, hay un discurso del autocuidado muy peligroso, que alienta a que las personas se encarguen solas de estar bien, antes que promover el construir redes de contención. Nada de pedir ayuda o cargar con tus problemas a los demás. Eso es falta de límites.
Como me dijo un amigo hace unos años, minutos antes de dejar de serlo: “Yo tengo que cuidar mis energías, por eso no me junto con gente que me cargue con malas vibras”. Bastó esa frase para que su test de toxicología diera positivo. Aunque me da vergüenza, admito que fue una de las pocas amistades que ghosteé.
Ya no contamos historias, ahora hacemos storytelling. Ya no tenemos un mensaje que comunicar, ahora somos “creadores de contenido”. Ya no hablamos con personas, sino que tenemos followers.
Otra situación sucedió hace como un año, cuando una amiga que solía ser muy cercana me contó que estaba muy agotada y desanimada por la alta carga laboral que tenía en ese momento, la cual era inversamente proporcional a su estabilidad financiera. Entonces, me dijo algo que me dejó pensando: “Termino tan cansada que no me dan ganas de socializar. El único tiempo libre que tengo lo uso para hacer networking”. Como si encontrarse con sus amigas fuera una pérdida de tiempo, un privilegio que no podía permitirse. Después de esa conversación, solo me crucé con ella en un par de ocasiones. Fueron eventos de trabajo.
Otra historia de amistad perdida en tiempos de capitalismo ocurrió con una amiga creadora de contenido. Me dijo que mi “contenido” (que para mí no es más ni menos que una versión online de los valores que defiendo y vivo como puedo en mi día a día) era “muy poco amigable con las marcas”. ¡Como si eso fuera un insulto! Le respondí que a mí no me interesaba ser amigable con las marcas, que a eso ya se dedica mucha gente, que yo hacía lo que hacía porque son cosas de las que me gustaba hablar, que necesitaba decirlas… Tampoco volví a verla en el mundo real. La última vez que me escribió fue para pedir que le dé me gusta a su posteo para bancarle, como amiga. Por lo que muestran sus redes, consiguió nuevas amigas mucho más amigables con las marcas.
Otra historia de amistad perdida en tiempos de capitalismo ocurrió con una amiga creadora de contenido. Me dijo que mi “contenido” (que para mí no es más ni menos que una versión online de los valores que defiendo y vivo como puedo en mi día a día) era “muy poco amigable con las marcas”. ¡Como si eso fuera un insulto!
A estos examigos no los juzgo (bueno, al que usó la frase “buenas vibras”, sí). Finalmente, no es su culpa. Son gente laburadora como una, que a fin de cuentas está haciendo lo mejor que puede en busca de una vida digna. Pero me da tristeza que ese vínculo tan hermoso, tan desinteresado, tan no-comodificable como la amistad esté en riesgo. Quizás, si Roberto Carlos tuviera que adaptar su canción a estos tiempos, en vez de cantar que quiere tener un millón de amigos, pediría un millón de followers.
A la vez, me hace agradecer por las amistades reales, maravillosas e imperfectas, que todavía me rodean. Que son pocas, pero se sienten como un millón. En un tiempo que nos exige hacer y parecer, celebro a esas personas con quienes nos podemos permitir simplemente ser.
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