Nota de tapa

Emboscada: entre sombras y resistencia

Testimonios sobre conquistas en un campo de concentración

El sábado 3 de febrero inauguramos 35 años de democracia. Por primera vez podemos decir que pasamos una cantidad de tiempo más o menos equivalente al del régimen dictatorial y, por eso, queremos hacer un homenaje a quienes lucharon por ella, resistieron a los embates de la represión y hoy son testimonio vivo de la memoria de todo un pueblo que aún sigue en resistencia.

Por Laura Ruiz Díaz. Dirección de arte: Gabriela García Doldán. Dirección de producción: Bethania Achón. Producción: Sandra Flecha. Fotografía: Fernando Franceschelli. Agradecimiento: Rogelio Goiburú.

Hay aspectos que diferencian al régimen de Alfredo Stroessner de las demás dictaduras latinoamericanas. Por un lado, buscaba sostenerse en el tiempo y, por otro, lo avalaban no solo las Fuerzas Armadas, sino también uno de los partidos políticos mayoritarios.

Permaneció en el poder por 35 años debido a que, principalmente, estableció una estrategia pétrea de terrorismo de Estado: eliminó toda disidencia, primero en el seno de su partido y luego en todos los espacios posibles. Los métodos variaron entre el exilio, el encierro, la desaparición forzada y la coerción. Cada uno de estos hechos fue comprobado con el descubrimiento del registro policial llamado Archivo del Terror en 1992.

Muchas veces se tiene la idea de que estas acciones sucedían al amparo de la noche, en la sombra, y las víctimas eran llevadas a espacios ocultos. Nada más lejos de la realidad.

Las privaciones ilegales de libertad durante el régimen estronista eran cosa de todos los días. Los motivos podían ser desde mirar mal al pyrague de turno o tener un auto que le gustaba a algún poderoso, hasta la militancia política opositora al régimen. El mero hecho de poner en cuestión lo que estaba sucediendo ya era motivo suficiente para perder la libertad y, en incontables ocasiones, la vida.

Muchas veces se tiene la idea de que estas acciones sucedían al amparo de la noche, en la sombra, y las víctimas eran llevadas a espacios ocultos. Nada más lejos de la realidad. A plena luz del día y respaldados por un poder indiscutible, detenían a personas sin ningún fundamento legal —o uno inventado— y las derivaban a instituciones estatales dependientes de la Policía, las Fuerzas Armadas e incluso dependencias privadas.

Según el Informe Final de la Comisión de Verdad y Justicia, publicado en 2008, las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y el partido oficialista eran espacios clave para el mantenimiento y el funcionamiento del régimen.

Penitenciaria nueva y vieja de Emboscada (2009). Fotografía: José Bogado.

“Militares, policías y agentes civiles de la administración pública pertenecían al partido oficialista. El aparato represivo logró consolidarse al obtener un grado importante de disciplina interna en todas sus unidades”, cita el mencionado documento. En ese momento, el mismo Gobierno se vanagloriaba de la “unidad granítica” entre Gobierno, Fuerzas Armadas y Partido Colorado (ANR).

El 79 % fue recluido en locales policiales no aptos para el efecto, que no eran penitenciarías ni tenían instalaciones para ello: el Departamento de Investigaciones (29 %), las diversas comisarías de Asunción y todo el país (19 %), delegaciones de gobierno (17 %), la Central de la Policía de la Capital (6 %), alcaldías policiales rurales (4 %), la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos (DNAT), “La Técnica” (2 %) y Vigilancia y Delitos (2 %).

Un campo de concentración es un espacio en donde se encierra a personas por su pertenencia a un determinado colectivo, generalmente por razones políticas. Y esto es lo que fue la prisión de máxima seguridad de Emboscada desde 1976. ¿La razón? El aparato represor que en ese entonces era el Estado, con todas sus instituciones cooptadas, necesitaba más lugar y la presión internacional se hizo insostenible.

Por las puertas que describimos pasaron alrededor de 1000 personas, entre mujeres, hombres y niños.

Por las puertas que describimos pasaron alrededor de 1000 personas, entre mujeres, hombres y niños. Según la versión esencial del Informe de la Comisión de Verdad y Justicia, Ventanas abiertas, el promedio de tiempo de detención fue de 707 días, pero la mayoría pasó años encerrada en otros centros.

Las condiciones de vida eran mínimas, pero aun así representaban una mejora respecto a lo que vivió la mayoría de los presos políticos en distintas comisarías. También fue un espacio donde se organizaron y volvieron a conquistar, al menos, derechos básicos.

Para la presente nota, entrevistamos a tres luchadores por la democracia: Fernando Robles, Guillermina Kanonnikoff y Raúl Monte Domecq, presos políticos durante la dictadura estronista que también pasaron por el infierno de piedra que fue el campo de concentración de Emboscada.

Camino a lo desconocido

Cada tanto un sonido les estremece. La música estruendosa, lejos de traer alivio, es un recordatorio de lo que sucede muy cerca: los temibles interrogatorios, que al final no son más que una excusa para dar rienda suelta al sadismo de los torturadores y, como dicen los sobrevivientes, duele más que torturen al de al lado que sentirlo en carne propia. Muy distinta es la radio en las celdas, donde buscan emisoras que transmitan programas en el dulce idioma guaraní; algunos, especialmente los comunistas, buscaban sintonizar radio La Habana o Moscú. El escenario es cualquiera de los cientos de lugares de reclusión durante la dictadura.

Totalmente disímil será la música en Emboscada, que es el espacio en donde los presos políticos conseguirían conquistar las primeras libertades a punta de organización. En aquel momento, un largo camino de tierra —totalmente distinto a la ruta asfaltada de hoy— unía los 40 kilómetros entre Asunción y el reclusorio, un trayecto que hicieron las mujeres, presas políticas, el 6 de setiembre de 1976 y los hombres al día siguiente. Ninguno sabía a dónde se dirigía, pero esa ya era una práctica recurrente del régimen.

“Ahí no había Poder Judicial, no existió jamás justicia, nunca me llamaron a hacer una indagatoria; todo se regía por la voz y la decisión del mandamás”.

Guillermina Kanonnikoff.

Durante el tiempo que estuvo detenida, Guillermina Kanonnikoff vivió en la incertidumbre. “Ahí no había Poder Judicial, no existió jamás justicia, nunca me llamaron a hacer una indagatoria; todo se regía por la voz y la decisión del mandamás”, rememora. “En Investigaciones, nuestras vidas dependían exclusivamente de Pastor Coronel. Nunca sabías lo que pasaría mañana. Un 6 de setiembre a las 5.00 am nos dijeron: ‘Preparen sus cosas, van a ser trasladadas’, y nadie sabía a dónde”, cuenta. Fueron llevadas en una combi roja sin ventanas, la “caperucita roja”, que “por dentro eran dos celdas, solamente tenía ventiletes a los costados”. No podían ver ni intuir a dónde se dirigían.

A las mujeres y sus hijos les recibió una fortaleza que databa de 1816, históricamente utilizada como prisión de máxima seguridad, que en ese momento se volvió un campo de concentración. Atravesaron primero un portón, una segunda puerta y por último una tercera. De inmediato estaban las celdas, más de 20, y a lo lejos vieron un patio enorme con varios árboles. Luego la vista chocaba con una inmensa pared de piedra.

Guillermina Kanonnikoff. Fotografía: Fernando Franceschelli.

Al ingresar estaban las celdas o, como dice Guillermina, los calabozos. Durante la entrevista, mira al costado y se visualiza allí dentro. Con gestos y ademanes, pinta la imagen mental que tiene en la cabeza: cada cámara medía, como mucho, 3 m × 3 m; en ella entraban alrededor de cuatro camas cuchetas y hasta algunos espacios de descanso para los bebés. Las puertas eran de la madera maciza del lapacho y medían unos 20 centímetros de ancho; las rejas vinieron mucho tiempo después.

Allí vivió la mayoría de los presos políticos: estudiantes, profesionales, campesinos, de izquierda, de derecha, capitalinos o de distintos departamentos del interior del país. Todos tenían algo en común: su existencia incomodaba al régimen estronista.

Madres organizadas

La primera palabra de su hijo Manuel fue “zapato”, porque el agua inundaba las celdas y él necesitaba calzarse para poder salir. “Siempre quería salir porque ahí tenía 400 tíos con quienes jugar”, recuerda Guillermina. Manuel Schaerer nació en la cárcel, en 1976, unos meses antes del traslado a Emboscada.

Las madres tenían una sociedad paralela. Cocinaban el rancho para los chicos con ingredientes más nutritivos, para que se alimentaran con más propiedad; compartían las tareas de cuidado y cada uno de los niños tenía, como bien dice Guillermina, más de 400 tíos para jugar. “Durante toda la experiencia en prisión yo destaco la solidaridad, todas éramos compañeras y eso era así antes de llegar a Emboscada; al llegar se afianzó”, remarca. “Una cuestión muy importante y transversal en nuestra vida, que hasta hoy nos une, es la hermandad; encontramos en esa relación el apoyo, la comprensión, la capacidad de escuchar al otro, de alegrarse a pesar de la situación en la que uno vivía”, reflexiona. Quien más recibía era quien más compartía.

Las primeras conquistas tuvieron que ver con el calor. Las mujeres —y especialmente las madres— reclamaron el malestar que vivían y, con el tiempo, consiguieron que abrieran las puertas por las noches.

Las primeras conquistas tuvieron que ver con el calor. Las mujeres —y especialmente las madres— reclamaron el malestar que vivían y, con el tiempo, consiguieron que abrieran las puertas por las noches. “Realmente había una construcción organizativa para la defensa de nuestros derechos”, analiza Kanonnikoff.

Entre las madres todo se compartía. Si a alguna le faltaba agua o leche, todas contribuían. Lo mismo con la cuestión del cuidado. Como nos comentó previamente Celsa Ramírez, también ex presa política (a quien entrevistamos en noviembre pasado), a veces hasta tenían que prohibir a los tíos que les den de comer a los chicos.

El día a día

Todos comían del mismo rancho, que estaba a cargo de varias personas de manera rotativa. Guillermina, voluntariamente, ya que las madres estaban eximidas de otras tareas, se unió al equipo de cocineras. “Teníamos que levantarnos a las 5.00 de la mañana. Hacíamos cocido con leche y repartíamos galletas que venían de la Comandancia; al mediodía, porotos, y a la tarde preparábamos algo más sustancioso como un guiso de librillo, por ejemplo”, cuenta. Las verduras eran proveídas por los familiares con mejor pasar, pero todo se compartía. La dieta consistía principalmente en porotos, arroz, puchero y menudencias de carne.

El lugar no tenía agua potable, cada día se la traía del río Piribebuy, que se transportaba en un tambor de aceite de unos 200 litros y luego se depositaba en una pileta ubicada en el medio del patio. El primer silbato era para las madres, y cuando sonaba corrían a llenar baldes y latonas. Luego, las demás mujeres y, por último, los hombres.

El lugar no tenía agua potable, cada día se la traía del río Piribebuy, que se transportaba en un tambor de aceite de unos 200 litros y luego se depositaba en una pileta ubicada en el medio del patio.

Para comer, el agua se hervía un largo rato. Generalmente los familiares traían agua en sus visitas esporádicas y esa se utilizaba para beber. Las condiciones eran duras: “Tenías que bañarte con un jarrito y si era posible hacer que sobre para lavar ropa interior”.

En verano el calor era insoportable y en invierno el frío calaba los huesos. Si bien la tortura ya no era cosa de todos los días, los cuerpos de los prisioneros estaban muy golpeados por todo lo que aguantaron, estado agravado por las condiciones climáticas.

El derecho a la visita también fue algo que se logró de a poco. Primero, una sola persona; luego dos, y posteriormente tres. Había un único autobús que trasladaba a los familiares y sus enseres, que incluían alimentos, agua y ropa. La mayoría de los presos políticos realizaban artesanías y trabajos manuales, que los seres queridos vendían.

Sonidos de la memoria

Al principio, la primera conquista que tuvieron los hombres fue el permiso para recortar las gruesas puertas de madera. Posteriormente, después de varios pedidos, se logró abrirlas durante un determinado lapso. “Todo eso es consecuencia de una lucha tenaz de los presos. Fue pensado, organizado”, cuenta Fernando Robles, perseguido político que también estuvo prisionero en Emboscada.

Recuerda que se estableció una asamblea diaria de presos, representados por delegados de celdas. “En cada una de ellas se sacaban resoluciones, y una prioridad era que las medidas de seguridad fueran suavizándose”, cuenta. Así lograron las primeras conquistas. Que las celdas estén abiertas en el horario de almuerzo durante un par de horas, por ejemplo. “Lo que tienen los presos políticos en cualquier lugar del mundo es que en el ADN está la capacidad de organizar”, afirma. “Eso enseguida aflora y surgen liderazgos. Líder es el que procura, arriesga, defiende y lucha, no el que sabe hablar más”, aclara.

Fernando Robles. Fotografía: Fernando Franceschelli.

Así gestaron y conquistaron pequeñas libertades, hasta que en un momento todas las celdas estuvieron abiertas. “El patio era un jolgorio, un espacio inmenso con un gran árbol, el guapo’y”, recuerda durante la entrevista y, segundos después, una sombra atraviesa su mirada: “Ese árbol ya no existe. El Gobierno lo echó para hacer más calabozos”.
Cuando la vigilancia ya no era tan estricta, bajo ese mismo árbol empezaron las manifestaciones culturales. Primero música, después poesía y luego teatro; los presos políticos tenían hasta un coro llamado Mayma Tetagua Purahéi, el canto de los compatriotas. Allí Fernando Robles se graduó con honores como gestor cultural.

Cada sábado, día de visita, el guapo’y albergaba bajo su sombra a un festival que los detenidos preparaban para sus familias. El coro, dirigido primero por Mauricio Schwarzmann, luego por Arnaldo Llorens y posteriormente por otros compañeros, deleitaba a los asistentes con cantos prohibidos de libertad. La canción Ñemity, de José Asunción Flores, era una de ellas. El teatro popular se encontraba con las obras clásicas y, a veces, se fusionaba. Talleres de expresión corporal experimental también tenían lugar y, cuando llegó Antonio Pecci, el elenco adquirió un mimo. Y, claro, la danza no faltaba.

“Yo no quiero magnificar el tema del arte, porque se puede vivir sin eso, no es cuestión de vida o muerte. Pero la verdad es que se vive mucho mejor con arte”.

Fernando Robles.

“Cuando recibí mi guitarra, me sentí con todo el optimismo para aguantar 12, 15 años más”, cuenta Robles. La recibió en su detención debido a que un comisionado de Derechos Humanos de la Cruz Roja se acercó a conversar en su celda y corroborar su estado. Ese instrumento fue su compañero de traslado, primero a Tacumbú y luego a Emboscada.

“Yo no quiero magnificar el tema del arte, porque se puede vivir sin eso, no es cuestión de vida o muerte. Pero la verdad es que se vive mucho mejor con arte”, dice Robles. Los presos políticos encontraron allí la mayor de las revoluciones: la de la creación y expresión colectivas. Fernando dice que quien no es capaz de apreciarlo, es como una cáscara vacía.

“El mayor error que cometieron fue juntar a las mejores cabezas políticas de distintas generaciones en un solo lugar”.

Guillermina Kanonnikoff.

En abril de 1977 se logró introducir al campo de concentración una pequeña grabadora, que permitió un registro único en el mundo. Gracias a ese elemento se logró grabar de forma clandestina las producciones artísticas de las y los presos políticos de Emboscada: festivales de música, teatro y poesía realizados allí. Esos materiales se volvieron un logro documental de una importancia clave para la historia Sonidos de la memoria, material auditivo compuesto de dos discos, publicados por Fernando Robles y otros sobrevivientes.

Distintas lecturas

Desde febrero de 1989 —tras el derrocamiento de la dictadura por un golpe militar de grupos de su mismo entorno, que aún hoy permanecen en el poder— se comenzó a hablar de las atrocidades cometidas por el régimen. Así, hubo cientos de denuncias de atropellos a los derechos humanos, desapariciones de personas, torturas, asesinatos, exilios. La primera querella criminal presentada fue la del caso Mario Raúl Schaerer Prono, esposo de Guillermina Kanonnikoff, el día 30 de marzo de 1989, quien fue brutalmente asesinado en tortura.

“Muchos de los torturadores represores continúan en el poder de ese partido político que nunca pidió disculpas a la población paraguaya, a la sociedad, por haber apañado una dictadura militar sanguinaria durante 35 años”.

Raúl Monte Domecq

Esos momentos fueron clave, porque muchos de los crímenes cometidos durante esos 35 años aún siguen sin ser castigados. Y esa es una materia pendiente que tenemos como país. Según el Informe de la Comisión de Verdad y Justicia, son 7.851.295 hectáreas el total de tierras malhabidas en Paraguay entregadas a colaboradores cercanos del régimen.

“Muchos de los torturadores represores continúan en el poder de ese partido político que nunca pidió disculpas a la población paraguaya, a la sociedad, por haber apañado una dictadura militar sanguinaria durante 35 años”, plantea Raúl Monte Domecq, quien también fue preso político en Emboscada. Y eso está directamente relacionado con lo que se vive actualmente. “Hoy, en Emboscada hay muchos presos encerrados por robar una gallina y los responsables son quienes no tienen una política de distribución del ingreso y de promoción a la población para lograr una mejor calidad de vida”, analiza. Y encuentra las causas en la falta de asignación presupuestaria que sirva realmente para el desarrollo de las grandes mayorías populares del país, en salud y en educación.

Raúl Monte Domecq.

La experiencia de Monte Domecq fue distinta a la que relata Robles, ya que en su celda solo tenía un compañero y además era una suerte de despensa implementada por orden del coronel Félix Grau, quien dirigía el campo de concentración. Para él, en Emboscada se encontraron “luchadores por la libertad”. “Representó un resumen de la lucha de muchos grupos y generaciones políticas del Paraguay. Allí estaba gente del Movimiento 14 de Mayo, liberales, del Mopoco (Movimiento Popular Colorado), el Partido Comunista, la OPM, varios sectores; la verdad, se daban discusiones políticas interesantes”, describe.

Una afirmación que verbalizó Guillermina se repite con los tres entrevistados: “El mayor error que cometieron fue juntar a las mejores cabezas políticas de distintas generaciones en un solo lugar”. Fue una escuela de organización creada, sin querer, por el propio régimen, aunque cada uno de ellos pagó muy caro el delito de imaginar un Paraguay sin tiranía y de tener el valor de luchar por ello.

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