Cultura

En honor a la virgen de Urkupiña

Algo de Bolivia en el corazón de Asunción

Desde hace dos décadas, los bolivianos residentes en Paraguay festejan el día de la Virgen de Urkupiña cada 15 de agosto, el mismo día de la Virgen de Nuestra Señora de la Asunción. Pasaron tres años en los que, debido a la pandemia, los festejos no se hacían, pero el 28 de agosto pasado, las calles próximas al Mercado Municipal N.° 4 volvieron a lucir vibrantes colores y sonaron ritmos andinos en honor a la santa católica, una muestra indescriptible de fe y orgullo por la cultura propia.

Texto y fotos de Fernando Franceschelli.

La veneración a la Virgen, según cuenta la historia, comenzó a finales de 1700, cuando se le apareció en varias oportunidades a una niña campesina que pastoreaba ovejas en torno al cerro Cota en Quilalloco, próximo a la actual ciudad de Cochabamba. Cuando la pequeña le comentó a su familia y a los pobladores del lugar sobre las reiteradas apariciones, observaron que la mujer se alejaba subiendo los cerros. En ese momento, la nena la señaló y le dijo a sus padres en quechua: «Jaqaypiña urqupiña, urkupiña», es decir, «ya está en el cerro» en español (urqu significa cerro y piña, ya está). De ahí proviene el nombre de la Virgen de Urkupiña.

A través del tiempo se le atribuyeron diversos milagros y hoy es muy venerada por los bolivianos, dentro y fuera de su país, como la Virgen que trae buena suerte a quien lo solicite con devoción.

Según explica Ramón Ruiz (residente boliviano en nuestro país desde hace 26 años), la imagen de la Virgen de Urkupiña llegó a Asunción en el año 2000, traída por la señora Amelia Garé. En 2001 ella entregó esta representación a la Asociación de Artesanos Comerciales (Arcobol) del Mercado 4, cuyos integrantes se convirtieron en los primeros “pasantes” o encargados de cuidarla aquí. Desde ese momento, ha cambiado de pasantes cada 15 de agosto y este 2022 fue entregada por los actuales —José Luis Ríos, Susy Rojas de Ríos y sus hijos— a la nueva pasante para el año 2023: Pacesa Tarquino Sánchez y su familia.

Por Fernando Franceschelli.

En el corazón de Ciudad Nueva

La mañana de ese domingo estuvo nublada y fría, y el silencio de las calles en torno a la parroquia San Miguel del barrio Ciudad Nueva de Asunción marcó el ritmo de un día que comenzó opaco. Poco a poco, algunos solitarios se fueron acercando y, a medida que la mañana avanzaba, el gris y el silencio desaparecían para convertirse en cantidades extraordinarias de color y sonrisas.

La misa comenzó y los devotos de la Virgen se congregaron dentro y frente al templo, aunque los festejos en honor a la figura que desde hace 22 años está en nuestro país comenzaron hace días, con las novenas.

La noche anterior se le cambió de ropa, y ese domingo, en la misa central, se fusionaron el fervor religioso y el orgullo por la identidad cultural.

Terminada la celebración al mediodía y después de las formalidades del caso, las fotos, los saludos y el papel picado, la imagen fue sacada del templo por los pasantes, para que comenzara la procesión, mientras una bandita tocaba a todo pulmón y algunos fieles lanzaban petardos al aire. El vehículo que la habría de trasladar, tremendamente decorado con un gabinete en el techo y cantidades de flores, contrastaba con el triste asfalto, igual que los hombres y mujeres vestidos con infinidad de colores.

Por Fernando Franceschelli.

Cada grupo o cofradía (agrupaciones que representan a cada región de Bolivia) se ordenó tras la imagen venerada y se diferenciaban entre sí por los trajes que vestían y los ritmos que bailaban tras enormes parlantes que determinan dónde comienza y termina cada grupo.

Los miembros de la cofradía Huajchas llevaban trajes multicolores —ellas, de largas polleras bordadas y sombreros con tocados altos, con detalles colgantes de lana o metal, y ellos, con fajas y lluchus (gorros con orejeras, tejidos en punta)—, todo de una extraordinaria conjunción de tonos cálidos que llamaban a mirar hasta al más despistado de los transeúntes.

Ellos se desplazaban en mayor número y con una danza muy particular, bailan el tinkus. La Morenada es otra cofradía. En su caso, todos ellos vestían sacos negros y sombrero (de civil), y mostraban matracas con caras de morenos de rasgos exagerados, que bien se asemejaban a monstruos, mientras se movían acompañando al enorme parlante montado en un vehículo frente a ellos, que marcaba el ritmo.

Otro grupo, el de Los Caporales, lució atuendos completamente bordados y gruesos, en colores brillantes y enormes hombreras, tanto para los hombres como para las mujeres. Ambos usaban sombreros y, mientras los varones llevaban pantalones cubiertos de sonajas grandes como vasos, ellas tenían pequeñísimas faldas que levitaban con movimientos giratorios.

Por Fernando Franceschelli.

Esto atraía la mirada de los transeúntes que se detenían alrededor; desde autos, colectivos o a pie, que sonrientes, tomaban fotos o videos con sus teléfonos.

Para finalizar el cortejo, llegó la Tarkeada, una “tropa” de hombres y mujeres con ponchos de color rojo y negro, y sombreros formales, quienes tocaban melodías con la singular tarka (un tipo de flauta de madera, de una sola pieza), que da nombre a este ritmo. Además los acompañaban personajes con platillos y bombos y, entre ellos, niños muy pequeños bailaban junto a los mayores, cuidados por la montonera que avanzaba detrás de la Virgen.

Al final del recorrido

La imagen fue visitando los locales que pertenecen a la comunidad andina dentro de la zona y, en cada lugar donde se detenía, se hacían ofrendas a la Virgen y a la Pacha Mama (en quechua: Madre Tierra) también, siempre acompañados de música y bailes.

Esta vez, la procesión ha sido bastante pequeña en comparación con otros años, anteriores a la pandemia. Llegó a tener a cientos de personas bailando, nos cuenta la joven de 24 años Gisele Tito Caba, de la cofradía Huajchas. Con una sonrisa entre alegre y nostálgica, define esta celebración como un alivio para quienes se sienten un poco huérfanos lejos de casa, tal como el nombre de la agrupación lo indica, ya que la palabra huajchas significa “huérfanos” en aimara.

Por Fernando Franceschelli.

Desde lejos, cuadras arriba, se apreciaba el espectáculo multicolor de la fe. Y mientras admirábamos embelesados las danzas, imaginamos que estábamos en medio de la montaña y a gran altura, lejos de nuestra cálida planicie nacional, y que tal vez necesitamos agradecer a la Virgen por los favores recibidos y, por qué no, hacer también una ofrenda a la Madre Tierra.

Para que, al igual que los residentes bolivianos en nuestro país, cualquiera de nosotros —nacionales o extranjeros— no nos sintamos tan lejos de casa.

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