Cultura

Grandes epístolas en la literatura

Adiós a ti, a quien amo mil veces

Hubo un tiempo en el que las palabras en una carta pesaban mucho más que el papel que las contenía. Por siglos, este género codificado y escrito a mano suponía un encuentro privado con un lector. Caricias iban y venían, así como promesas, secretos y confesiones. Hasta eran capaces de cambiar el curso de la historia.

Entre los siglos XVIII y XX las cartas jugaron un papel crucial en la historia. Las cinco cartas públicas de Abraham Lincoln que reforzaron la moral del Norte, ayudaron a la Unión a ganar la Guerra Civil e ilegalizar, finalmente, la esclavitud. La “Carta desde la cárcel de Birmingham», de Martin Luther King Jr., redactada en 1963, ingresó a la agenda del entonces presidente John F. Kennedy y la importante legislación sobre derechos civiles pudo sancionarse. Ana Frank escribía cartas en las que compartía vida íntima con su amiga imaginaria Kitty mientras se escondía en el Anexo Secreto en 1943.

Pero las cartas no solo eran capaces de evitar una guerra nuclear. Aunque hoy sea difícil de imaginar, tenían ese poder magnético de acortar las distancias y de hacer nacer el amor. En la historia de la literatura, muchos y muchas referentes que se escribían con sus parejas o sus amantes, sacaban a relucir sus talentos en el arte de la palabra. En algunos casos, buscaban provocar risa o llanto, y en otros, pasión o excitación.

El escritor irlandés James Joyce, autor de Ulises, lo explicó de la siguiente manera: “Hay algo obsceno y lascivo en el propio aspecto de las cartas. Su sonido es también como el propio acto: breve, brutal, irresistible y diabólico”. Y es que en ese entonces, las palabras eran las únicas capaces de tocar el cuerpo desde la lejanía. La escritura, como todavía ocurre con los grandes íconos de la literatura, era capaz de expresar emociones que no requerían el acompañamiento de un emoji o un sticker.

Y sin embargo no es a ti a quien amo, sino que es más, amo mi existencia que me ha sido regalada a través de ti.

Franz Kafka, en Cartas a Milena.

En muchos casos, incluso, las cartas buscaban emular al acto sexual que rodeaba cierto imposible de la presencialidad. En la correspondencia que mantenía Joyce con su esposa, Nora Barnacle, la prosa estaba teñida de deseo. Muy distinto era el diálogo que mantenía el filósofo Søren Kierkegaard con Regina Olsen o Franz Kafka con Milena quienes, consecuentes con sus creencias religiosas, trazaban un texto formal en el que demostraban sus posturas respecto de la separación o el matrimonio.

Kafka mantuvo una caudalosa conversación escrita con la periodista y traductora Milena Jesenskà, una destacada profesional de las letras, periodista y traductora, quien, años más tarde, fallece en un campo de concentración nazi. Se cruzan un día, en un café de Praga. Milena se acerca a Kafka, y luego de transmitirle su admiración hacia su obra, le ofrece traducir algunos de sus trabajos al checo. Así comenzó un vínculo que duró años y hasta se convirtió en una importante obra de la historia de la literatura.

En una de sus muchas cartas a su confidente y amiga platónica Milena Jesenská (1896-1944), Franz Kafka le confiesa que se siente como el peón de un peón que puede ser eliminado del tablero.

La relación se cultivó a lo largo de nueve meses aunque solo se conserva una parte de la correspondencia. Ambos tenían pareja y Kafka ya estaba enfermo de tuberculosis. “Y sin embargo no es a ti a quien amo, sino que es más, amo mi existencia que me ha sido regalada a través de ti”, describe en una de las epístolas. La traductora Carmen Gauguer reúne en Cartas a Milena los profundos diálogos sobre la enfermedad, la muerte y el amor.

En una de sus muchas cartas a su confidente y amiga platónica Milena Jesenská (1896-1944), Franz Kafka le confiesa que se siente como el peón de un peón que puede ser eliminado del tablero. En el sentido de que su vida podría no tener trascendencia. Su vida, sin embargo, y su obra publicada póstumamente, refutarían ese miedo.

“Lo único que temo, y lo temo con los ojos bien abiertos, me ahogo en este miedo, indefenso (si pudiera dormir tan profundamente como me hundo en el miedo, ya no estaría vivo), es esta conspiración interior contra yo mismo (que la carta a mi padre les ayudará a comprender mejor, aunque no del todo, ya que la carta está demasiado centrada en su propósito), que se basa en el hecho de que yo, que ni siquiera soy el peón de un peón en el gran juego de ajedrez (…)”.

Existencialismo y amor libre

“Intenta entenderme: te quiero mientras presto atención a las cosas que pasan. En Toulouse simplemente te quise. Esta noche te quiero en una tarde de primavera. Te quiero con la ventana abierta. Eres mía y las cosas son mías y mi amor altera las cosas a mi alrededor y las cosas a mi alrededor alteran mi amor”, componía Jean Paul Sartre en una carta dirigida a la filósofa feminista Simone de Beauvoir.

Esta legendaria historia de amor de dos grandes intelectuales franceses revolucionó la manera de interpretar las posibilidades de vincularse que marcaban la tendencia en el del siglo XX. En 1983, de Beauvoir publicó las cartas de Sartre, sosteniendo que las suyas se habían perdido. La hija adoptiva de Beauvoir las encontró y se publicaron provocando una enorme controversia en Francia. Al rastrear las complicaciones emocionales de su vida con Sartre, las cartas la revelan no solo como la apasionada y comprometida autora de El segundo sexo, sino también como vulnerable y humana.

Te quiero con la ventana abierta. Eres mía y las cosas son mías y mi amor altera las cosas a mi alrededor y las cosas a mi alrededor alteran mi amor.

Jean Paul Sartre, en una carta dirigida a Simone de Beauvoir.

La alegría y el dolor que le producía simultáneamente el matrimonio abierto, por momentos, como describe Lucy Sweeney Byrne, de The Irish Times, “se escurre como sangre en los espacios entre sus palabras”. A pesar de su independencia femenina sin precedentes y la resistencia inevitable de la sociedad conservadora, de Beauvoir atravesó una vida increíblemente dolorosa.

El periódico Le Monde publicó hace unos años una de las 112 cartas escritas por la autora dirigida a uno de los amores más grandes de su vida: Claude Lanzmann. “Chéri (querido), mi amor absoluto, mi niño adorado, no hay palabras para describirte, mi amor”, declaraba Simone de Beauvoir en un texto dirigido a Lanzmann, en 1953. “Sí, mi querido niño, tú eres mi primer amor absoluto, ese que solo se conoce una vez, o jamás”, confesaba.

La legendaria historia de amor entre Sartre y de Beauvoir revolucionó la manera de interpretar las posibilidades de vincularse que marcaban la tendencia en el del siglo XX.

Si viajamos a la cuna de Shakespeare, alrededor del mismo tiempo histórico, encontramos a la escritora británica Virginia Woolf, una de las mentes más lúcidas contra la encorsetada herencia victoriana. A fines de 1922, Virginia conoce a la escritora Vita Sackville-West, una aristócrata y lesbiana confesa que se había casado con Harold Nicolson, un diplomático gay con el que hicieron un pacto de convivencia.

El matrimonio Woolf se ceñía un poco más a la moral conservadora del siglo XIX. Leonard no parecía llevar muy bien la orientación sexual de Virginia. Aún así hay cartas en las que hablan de que se tenían un profundo amor el uno por el otro. Virginia no se consideraba lesbiana, pero sí que se definió como queer (una identidad de género que no coincide con las ideas establecidas culturalmente de lo considerado «hombre»-«mujer») en alguno de sus textos.

Vita, deja a tu marido e iremos a Hampton Court a cenar juntas al lado del río y a pasear en el jardín a la luz de la luna.

Virginia Woolf, en una carta para Vita Sackville-West.

Virginia tenía 40 años y estaba comenzando a recibir reconocimiento por sus novelas y ensayos, mientras que Vita con 30 años ya se había lanzado a la fama. Virginia era, en ese entonces, una habitante del barrio Bloomsbury. En su casa se organizaban reuniones con intelectuales, artistas y filósofos aunque, para la clase alta, se trataban de socialistas, homosexuales, artistas y objetores de conciencia. Más adelante se invirtieron los roles y Virginia fue quien ingresó al canon de la literatura universal mientras que Vita terminó siendo más conocida por su jardín que por sus libros.

A medida que las dos mujeres se fueron conociendo, comenzó a gestarse una de las más grandes aventuras amorosas literarias. “Vita, deja a tu marido e iremos a Hampton Court a cenar juntas al lado del río y a pasear en el jardín a la luz de la luna. Llegaremos a casa tarde, nos beberemos una botella de vino y te diré todas las cosas que tengo en mi cabeza, millones, miríadas. No se agitarán durante el día, solo en la oscuridad, junto al río. Piénsalo. Deja a tu marido, te digo, y ven”, manifestó Woolf en una oportunidad.

Entre las idas y venidas de Vita, Virginia escribió Orlando. «Era un himno de gratitud a la felicidad que Vita le había dado. La más larga y hermosa carta de amor jamás escrita”, esbozó Nigel Nicolson, el hijo de Vita, sobre la novela de 1928. También era un manifiesto contra los roles de género y sus leyes hacia las mujeres.

Orlando aporta una visión especialmente crítica del papel asignado a la mujer, no sólo dentro de las sociedades por los que trascurre la obra, sino también dentro del mundo literario, un sector pensado para hombres.

Una plataforma de confesiones

La escritora Charlotte Brontë, autora de la conocida novela romántica Jane Eyre (1847), también fue adelantada a su tiempo y le correspondió a su profesor, Constantin Héger:

“Monsieur, los pobres no necesitan mucho para sostenerse. Piden solamente las migas que caen de la mesa de los ricos. Pero si se les rechazan las migas mueren de hambre. Nadie —ni yo—, necesita mucho afecto de aquellos que ama. No sabría qué hacer con una amistad entera y completa, no estoy acostumbrada a ella. Pero usted me demostró en otros tiempos un cierto interés, cuando era su alumna en Bruselas, y me mantengo aferrada a ese poco interés. Me aferro a él como me aferraría a la vida”.

Fiódor Dostoyevski, uno de los principales escritores de la Rusia zarista, le confesó por carta a su esposa, Anna Grigorievna, luego de una larga conversación epistolar, que había gastado todo su dinero en apuestas.

“Ania querida, amiga mía, esposa mía, perdóname y no me llames canalla. He cometido un crimen: lo perdí todo; todo lo que me enviaste, todo, hasta el último kreuzer (moneda de la época del sur de Alemania). Ayer lo recibí y ayer mismo lo perdí. Ania, ¿cómo voy a poder mirarte ahora? ¿Qué vas a decir de mí? Una sola cosa me horroriza: qué vas a decir, qué vas a pensar de mí. Sólo tu opinión me asusta. ¿Podrás respetarme todavía? ¿Vas a respetarme todavía? ¡Qué es el amor cuando no hay respeto! El juego es lo que siempre ha perturbado nuestro matrimonio (…)”.

Luego de disculparse por largos párrafos (los favoritos del autor de Crimen y Castigo) le pidió a su esposa que, en cuanto reciba la carta, le envíe diez imperiales para pagar sus deudas. “Te doy mi palabra de honor de que partiré inmediatamente sin que nada pueda detenerme, ni siquiera la lluvia o el frío. Te abrazo y te beso. Qué pensarás ahora de mí… Ah, si pudiera verte en el momento en que leas esta carta. Tuyo, F. Dostoievski”, enfatizó el escritor existencialista.

Monsieur, los pobres no necesitan mucho para sostenerse. Piden solamente las migas que caen de la mesa de los ricos. Pero si se les rechazan las migas mueren de hambre. Nadie —ni yo—, necesita mucho afecto de aquellos que ama.

Charlotte Brontë, en una carta para su profesor Constantin Héger.

Si viajamos un siglo más adelante y nos transportamos a la Argentina de 1951, entre los archivos históricos publicados por el diario La Nación de Argentina en el 2004, podemos encontrar la relación inmortalizada entre el escritor belga Julio Cortázar y la alemana Edith Aron que falleció el año pasado por causas asociadas al coronavirus. Aron fue, de acuerdo a varios especialistas, la mujer que inspiró a la Maga, el personaje femenino más famoso de Rayuela.

Cortázar y Aron se habrían visto por primera vez, sin conocerse ni presentarse, en un barco rumbo a Europa en 1950. Más tarde se encontraron por casualidad en distintos sitios de París, antes de que Cortázar la invitara a tomar algo y entablaran una relación. El escritor regresó a Buenos Aires y pronto obtuvo una beca del gobierno francés. Luego viajó a París con el firme propósito de establecerse en esa ciudad. Pero antes de viajar le envió una carta muy conocida.

Las cartas, además de ser lugares de confesiones, búsquedas y desencuentros amorosos, también fueron esos canales en los que se comunicaban las malas noticias.

Las cartas también fueron esos canales en los que se comunicaban las malas noticias. En ocasiones, lo siguen siendo. La última palabra de la escritora norteamericana Sylvia Plath (1932-1963) fue de la noche del lunes en que decidió quitarse la vida, y comunicaba su decisión por carta. Su expareja, el poeta Ted Hughes, había definido la escritura de cartas como «un excelente entrenamiento para aprender a conversar con el mundo». También sirven para despedirse.

La baronesa Ulrike von Levetzow fue una amiga y el último amor de Johann Wolfgang von Goethe. La joven de diecisiete años conoció a Goethe en 1821 en Marienbad y más adelante en Carlsbad en 1822 y 1823. El poeta, que entonces tenía 72 años, estaba tan cautivado por su ingenio y belleza que pensó por un tiempo en casarse con ella e instó a Grand Duque Karl August de Sajonia-Weimar-Eisenach para pedir su mano en su nombre. Rechazado, se fue a Turingia y le dirigió los poemas que luego llamó Trilogie der Leidenschaft. Estos poemas incluyen la famosa Elegía de Marienbad:

Para mí es todo, para mí mismo estoy perdido
Quién fue el primero en pensar en el favorito de los inmortales;
Ellos, tentadores, enviaron Pandora a mi costa,
Tan rico en riquezas, con un peligro mucho más tenso;
Me urgieron a esos labios coronados de éxtasis,
Me abandonó y me tiró al suelo.

En una de sus cartas que trascendió en el tiempo, Goethe le dedicó esta despedida: «No puedo evitar amarte más de lo que es bueno para mí. Me sentiré feliz hasta que te vea otra vez. Siempre soy consciente de mi cercanía a ti, tu presencia nunca me deja. Adiós a ti, a quien amo mil veces».

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