Cultura

Tejiendo al sol como en la naturaleza

El ñandutí: Una red que perdura en Itauguá

Las telas de araña nacen de las glándulas hileras de los artrópodos. Esa proteína, en contacto con el oxígeno, se solidifica y forma hilos. Los filamentos son la esencia con que estas especies tejen la red para garantizar su alimento y el de su prole. De una forma similar, las mujeres itaugüeñas llevan en su ADN el ñandutí, que forma parte del sustento propio y de familias enteras.

El frío que cae implacable muestra un escenario apacible en los diversos lugares de Itauguá. La ciudad aún mantiene el espíritu de lo rural, ya sea en el centro o en la más alejada compañía. Mujeres con gorros de lana, bufandas hasta la nariz y muchos abrigos más se acurrucan en rincones de casas sencillas, rodeadas de gallinas, perros y gatos, puntillas por doquier y braseros encendidos como pequeños soles interiores. No faltan en las salas los altares domésticos que, por lo general, tienen montones de estampitas, flores artificiales, una que otra vela y, por supuesto, alguna pieza de ñandutí para darle color.

Sus manos —que, en su mayoría, atestiguan muchas décadas de labor sobre su piel— no se detienen a pesar del frío de la mañana. Entre puntada y puntada, las artesanas sonríen a los visitantes que curiosean, que preguntan sobre sus vidas, sus hijos y el tema que nos convoca hoy: el tradicional tejido que con sus diferentes dechados identifica a esta ciudad del departamento Central.

Somos partícipes de un recorrido que busca censar e informar a las y los tejedores de Itauguá sobre la Red de Artesanas y Artesanos. Para dar visibilidad a su trabajo, esta organización creará próximamente la pieza de ñandutí más grande del mundo, con el apoyo de la Municipalidad local y el aval de fiscalizadores de los Premios Guinness.

Antonia Morinigo.

El dechado kuarahy

Al conversar con estas kuñakarai itaugüeñas entendemos que las historias de cada una de ellas, como soles que irradian vida, son acogedoras, luminosas y expansivas. Conforman una red de 280 mujeres y 20 varones tejedores con trayectorias similares entre sí. Se iniciaron en el oficio en su infancia, gracias a sus madres o abuelas; ellas, a su vez, aprendieron de las suyas, y así de generación en generación hasta que la memoria se diluye. Al tejido lo llevan bien alto como bandera, paralelamente a las tareas de la casa y otros trabajos remunerados fuera de ellas. Para todas —o la mayoría—, el ñandutí es y fue una fuente de ingresos que siempre las salvó.

Es el caso de las hermanas Esmérita (91) y Juliana (89) Centurión Amarilla, y de Remigia Martínez (67), hija de Esmérita. Acurrucadas en una salita, tejen frente a una pequeña estufa eléctrica para apaciguar el frío mañanero. Las tres son testimonio de que la edad no es sinónimo de descanso para ellas. En este punto se hace necesario reflexionar sobre lo precario y poco abarcativo del sistema previsional del país.

Esmérita y Juliana Centurion Amarilla y Remigia-Martinez.

Una deuda pendiente

Antonia Morínigo tiene 78 años y cuenta que comenzó a hacer ñandutí a los 13 o 14, cuando su mamá le enseñó. Asegura que prefiere este trabajo ya que es una actividad físicamente liviana; puede hacerla sentada y cómoda en su casa. Además, le resulta muy importante ya que se trata de algo que identifica a su comunidad desde tiempos inmemoriales, porque es un conocimiento que proviene de sus ancestros. Y también lo hace porque le gusta, resume.

En Paraguay, casi el 50 % de los adultos mayores varones mayores de 65 años tienen que seguir trabajando, y casi el 25 % de las mujeres de ese rango también, según la especialista Adriana Valle, del Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social (CIESS) de México, de acuerdo con un material publicado por el diario Última Hora este año. Además, nuestro país es parte de la estadística que indica que seis de cada 10 adultos mayores en América Latina no tienen acceso al sistema de salud. Esto obliga a las paraguayas a seguir generando ingresos a pesar de la avanzada edad.

Otro caso es el de Zunilda Brítez, de 73 años, que vive en la compañía Aldama Cañada, a unos 20 minutos del centro de la ciudad. Mientras busca algo de sol entre el limonero, el naranjo y el pomelo de su apetecible patio, explica que tiene una discapacidad motriz desde los 12 años, que la obliga hoy a usar silla de ruedas.
Zunilda trabaja con las manos de manera extraordinaria, lo que le ha valido diversos reconocimientos de su comunidad, como el de Ciudadana Ilustre y el otorgamiento de la Aguja de Oro por su trayectoria y aporte al universo del tejido local. Es un galardón que pocas personas han alcanzado en el país. “El mensaje de esto es que no importa cómo, siempre se puede progresar. Abuela, en silla de ruedas, sacó adelante a la familia, y todo con el ñandutí”, confirma su nieto Jonathan, de 23 años.

Zunilda Britez.

El dechado machete punta

Aún resuena en nuestro inconsciente la leyenda guaraní que cuenta la historia de la bella Samimbi, cuyo amor, disputado por Jasy Ñemoñare y Ñandu Guasu, resultó en que, tras algunas peripecias, la madre del segundo creara el ñandutí. Sin embargo, el tejido (que es también en parte un tipo de bordado) está presente en nuestra cultura desde prácticamente los orígenes de la colonia por motivos menos románticos.

En algún momento de ese periodo, al poblarse de españoles y criollos nuestro territorio, se difundieron algunos tipos de encajes propios de las islas Canarias. Estos fueron convirtiéndose en lo que conocemos hoy como ñandutí, explica la Lic. Vanesa Ovando para entender el origen de este arte. En esa época, el trabajo era propio de mujeres, pero también fue aprehendido por unos pocos hombres, agrega Ovando, y la historia de Adalberto Mancuello es un ejemplo de ello.

Felipa López.

Adalberto tiene 38 años y vive en situación de discapacidad auditiva. De su mamá aprendió el oficio y a los 14 comenzó a tejer sin parar, al punto de que hoy es su única fuente de ingresos. Asegura: “Al hacer ñandutí soy feliz y siento mucha tranquilidad. Le pongo amor a mi trabajo”. Y agrega: “Me gusta ver que a la gente le agrada lo que hago. Soy un hombre sordo, pero muy dedicado; así es mi día a día”.

En nuestro recorrido visitamos también a Felipa López, de 65 años, madre de siete hijos, con una historia de sacrificios similar a las demás mujeres de esta nota, subsanados en gran medida gracias al dechado estrella de cuatro puntas, al tyvytã ceja y todos los tipos de bordados que maneja, nombrados con relación a lo que de alguna manera representan, de inspiración zoo o fitomórfica, como flores, astros o, incluso, partes del cuerpo humano, entre otras fuentes de inspiración.

Porfiria González.

Agujas de oro

Porfiria González tiene 61 años y tres hijos ya grandes que también aprendieron de ella el ñandutí. Es su hija más joven, Claudia González, de 30 años, enfermera además, la que teje junto a su mamá. Porfiria, de paso, se dedica a hacer chipa y así cubre íntegramente los gastos de la casa.

De pie y con actitud potente, Filomena Figueredo explica que su mamá enseñó a sus 11 hijos. Las seis mujeres aprendieron el oficio y a él se dedicaron, como ella, que hoy, a sus 68 años sigue tejiendo sin parar cada día para sacar adelante a su familia. Por último, visitamos a Maximina Quiñónez, de 65, que además de bordar y cuidar a sus cuatro hijos, educó en este arte al menor de ellos, que hoy sigue sus pasos.

Maxina Quiñonez.

Estas mujeres, auténticos pilares de esta sociedad semirrural, a pesar de las dificultades que enfrentan como artesanas en general y al poco reconocimiento económico que reciben por su trabajo, siguen tejiendo. Según explica Guillermo Acosta, hijo de Maximina, para tener una idea de la desproporción que sufren, se paga entre 5000 y 10.000 guaraníes a las tejedoras, por “ojitos” de uno 8 cm de diámetro, pero en Asunción se venden por G. 20.000 o G. 25.000, por ejemplo.

Adalberto Mancuello.

A pesar de todo, los casi 400 diferentes dechados registrados como el arasa avati, el panambi, el pensamiento, la canastilla y el kuarahy, perduran. Y según entendemos, lo seguirán haciendo. Vanesa Ovando explica, además, que existe una constante disminución del interés por continuar con el tejido como oficio entre las generaciones más jóvenes. Sin embargo, mientras las manos de tejedoras y tejedores sigan siendo los pilares de sus hogares, como fueron siempre, es probable que en algún rincón de Itauguá encontremos a mujeres y hombres, que aguja en mano tejerán de manera minuciosa ñandutíes al sol, como las arañas, para asegurar la supervivencia de su prole y de ellas mismas

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