Arte

Ticio Escobar

El arte como disparador

Es uno de los intelectuales más destacados en Latinoamérica. Fue ministro de la Secretaría Nacional de Cultura, actualmente curador, gestor cultural, profesor, crítico y abogado. Con su acostumbrada lucidez, nos revela conceptos sobre el arte en el contexto actual, al mismo tiempo que comparte las claves sobre su nueva publicación, Aura latente.

Por Leticia Ferro Cartes. Dirección de arte: Gabriela García Doldán. Dirección de producción: Betha Achón. Producción: Ana Paula Zárate. Fotografía: Javier Valdez. Este artículo fue publicado originalmente en julio de 2023.

¿Cómo surge la idea del libro? Entiendo que fue a partir de la muestra del mismo nombre, que se realizó en 2018 en el Museo del Barro.
Sí, la muestra desencadenó sobre todo el título que me permitió redondear el tema, definirlo. Nos obligó a buscar ciertas manifestaciones que en sí no son planteadas como obras de arte, pero tienen posibilidades estéticas, poéticas, expresivas, políticas que pueden ser activadas en el contexto. Ese es un poco el sentido de Aura latente. Está como potencial, germinal, un poder de expresión que aunque no esté planteado como obra, de pronto, en un momento propicio, florece, se manifiesta. Generalmente es activado por un artista, una institución o por la sociedad, y entonces en gran parte adquiere un valor que mientras estaba “dormida” o latente, no se manifestaba. Mucho de lo que hablamos −conquistas sociales, políticas− uno las ve como: “Ah, se perdió todo”. Pero hay experiencias que quedan disponibles para reactivarse.

Walter Benjamin, el gran pensador alemán, decía que el trabajo político de la memoria —esto en un sentido muy amplio del término— era traer cuestiones que habían ocurrido y asignarles otro significado: descubrir en eso un potencial diferente. En torno a esa idea pusimos en el Museo del Barro creaciones de artistas ya consagrados y de gente que, sin ser inferior o superior, no se planteaban como obras de arte. Trabajos callejeros, manifestaciones públicas, indígenas o campesinas con posibilidades expresivas suficientemente potentes como para que, al ser puestas en otro contexto, se manifestaran. Ese es el punto de partida. Hay discusiones sobre temas estéticos y políticos, y por eso el libro se llama Técnica, estética-ética y política, porque cruza todos esos puntos. Hay una discusión sobre arte y política, cómo afectan a la creatividad las tecnologías digitales, el tema de la reproductibilidad numérica, los algoritmos en fotografía, en cine o en otro tipo de disciplinas. Esto da la posibilidad para que el arte sea visto como algo mucho más amplio, que trasciende la institucionalidad, como es el caso de los museos, las galerías, las bienales y las ferias.

También hay muchísimas manifestaciones de gente que hace formas suficientemente expresivas, estéticas; por ejemplo en las calles, los muros. Lo visual es comprendido transversalmente, afecta obviamente al cine, al audiovisual, al teatro, al circo, a la danza, a toda cuestión expresiva que tiene un aspecto perceptivo, sensorial, incluso aunque no sea visual, como la música. Pasa por la experiencia del cuerpo, una imaginación del mundo, una nueva manera de imaginarlo. No digo “nueva” en el sentido de que va a cambiar el planeta, sino en tanto cada persona o artista aporta su perspectiva, su manera de ver las cosas.

Cuando Heidelberg dice “el arte abre el mundo”, suena inmenso, pero a lo mejor se está refiriendo al significado de las cosas, esas que uno mira de manera distinta, y quizás esa sea la función del arte, mover un poco la mirada para que lo que acostumbramos a ver, aquello que se recubre de un cierto polvo de rutina, sea desempolvado para mirarlo con cierto brillo, con cierta atención, en relación con otras cosas. Creo que esas pequeñas operaciones constituyen en gran parte lo que hoy llamamos arte. Las grandes obras con pedestales en los museos y marcos dorados; o trabajos de artistas consagrados que generan millones y millones de dólares también, no niego que eso sea arte. Pero a mí lo que más me interesa es lo que está en el límite, en el borde, comenzando por lo popular e indígena; el de sectores jóvenes o marginados. Alimentados por el pensamiento feminista, trans, LGTBIQ, los movimientos ambientalistas y negros, se producen formas de arte sumamente importantes que no aspiran quizás a participar de una bienal, pero enriquecen los imaginarios, las representaciones colectivas, y dinamizan las maneras de ver el mundo, que para mí, eso es lo que interesa en el arte: que intensifique la experiencia del mundo.

No es que yo reniegue de los museos, es más, los disfruto, ojalá sigan existiendo. Pero eso es aparte, o no tan aparte. Últimamente las fronteras son bastante lábiles y se cruzan.

Fotografía: Javier Valdez.

¿Cómo se vincula el concepto de “latencia” con el de “aura”?
El aura es un concepto que forjó Walter Benjamin. Normalmente el aura es el brillo de algo.

Lo que le hace especial…
¡Eso! Los franceses le llaman je ne sais quoi (yo no sé qué), tiene un ma’ẽra que no sabemos qué es. Por eso para Lacan uno no solamente mira, sino que el objeto aurático “lo mira a uno”. Como cuando decimos: “Me miró ese libro o ese zapato”. Hubo un intercambio de miradas, de seducción. Como se basa generalmente en el hecho de que deseamos lo que no tenemos plenamente, entonces, a medida que se esconde o aleja algo, la mirada se va ahí donde está lo escondido, lo prohibido, lo que se aleja.

Benjamin define al aura por la lejanía que se construye. Eso está en un libro que se llama La invención de la distancia y justamente habla de que no es un tramo que existe, sino que se va manipulando. El aura es un poder de atraer, de seducir y una fuerza que convoca al deseo, el de la mirada, el tener algo. Ayer estaban comentando unos amigos extranjeros que “cómo no estamos comiendo mango las 24 horas” (risas). Es que pierde su aura, se vuelve algo rutinario.

En cambio, una tía mía me contaba que en Inglaterra quiso hacer un plato con mango y uno salía 40 libras. Ahí se vuelve apetecible, extraordinario, exótico, lejano o especial, tiene su misterio, su enigma. Decimos: “Tiene algo, tiene lo suyo, tiene algo propio”. Esa aura o ese poder de seducción o de intensidad, esa fuerza vital de determinados objetos, no siempre se manifiesta: están latentes. Por eso, como señala Wittgenstein, a veces hay que tomar una piedra y lustrarla un poco para activar su brillo, su potencia, digamos. Un poco en ese sentido se usa el término “latente”: que las obras tienen en sí mismas un poder aurático total. Salvo casos excepcionales que se auratizaron per sécula como la Monalisa o el David de Miguel Ángel.

En gran parte la contemporaneidad se definió cuando Marcel Duchamp expuso un mingitorio. Ese mingitorio puesto dos metros más allá, en el baño, contra la pared, no es arte. Es un instrumento sanitario. Pero allí: “¡Oh, es una gran obra! ¡Qué gesto transgresor! ¡Qué forma extraña!”. Porque remite a una cantidad enorme de significados: lo absurdo, las funciones más ordinarias, sus formas, usos sociales.

Fotografía: Javier Valdez.

Lo que planteaba Fluxus.
Exactamente. Plantea una cantidad de cuestiones, hasta más banales y que también pasan por la música: cambiar un poco el sentido del mundo con eso. Si nosotros pensamos en ese mingitorio firmado por R. Mutt (el alias de Marcel Duchamp), no significaba nada. Pero es un típico caso de aura latente. Si bien el acto creativo se caracteriza por haber perdido sus fundamentos metafísicos trascendentales, que hacían que una obra sea arte antes de su puesta en circulación, presentación o exposición en un espacio por sus valores formales, por venir de un gran artista —por ejemplo, la Venus de Milo, la pongas en un museo o en un basurero es arte—, hoy se discute eso: el poder de contingencia y la obra dependen de circunstancias, de perspectivas; entonces hay como una latencia que solamente revela su aura ante determinadas miradas aquí y ahora, en tiempo y lugar. Depende de la coyuntura, de las situaciones, incluso del estado personal de la gente.

Muchas obras que no hubieran dicho nada de no ser por la situación de pandemia se cargarán de otras connotaciones, van a adquirir otros brillos. Se pierde ese carácter absoluto que ya tiene en sí una obra antes de nacer y de ser sometida al juicio de las miradas, de los usos y la crítica sociales. No solo discutiendo de crítica especializada, sino la manera en que la gente ve eso, cómo siente. Son obras contingentes, y a eso se refiere básicamente este trabajo. Trae mucho el tema político y termina con un estudio del pensamiento guaraní e yshir acerca de la belleza, la percepción y la representación.

¿Eso tiene que ver con lo que mencionaban con Suely Rolnik sobre el florecimiento?
Suely Rolnik me ayudó muchísimo a ver el concepto de aura, porque es discípula de Deleuze y Guattari, trabajó con ellos en París y vieron mucho el aspecto de la virtualidad de las cosas. En ese sentido conectamos bien y le encantó el pensamiento guaraní poty, de florecer, abrirse. No es una flor abierta, es el proceso de abrirse, cuando se da la sabiduría como posibilidad.

También por el concepto de micropolítica: desde una posición progresista de izquierda critica la izquierda tradicional, el hecho de que no ha sabido incorporar la dimensión micropolítica, solo la macro: las luchas sociales, la equidad, la justicia, los derechos, que son fundamentales, nadie puede negar eso, pero se descuida la idea de la subjetividad, del deseo. Ciertos colectivos —feministas, negros, LGTBIQ— no han tenido suficiente lugar en un concepto de justicia social esencialmente heteronormativo.

No es que ella cuestione la lucha por la equidad; de hecho, milita en eso, sino que dice que debe ser complementada o armonizada por lo micro. Eso a mí me fue extremadamente rico porque considera la subjetividad, el inconsciente, el deseo. Cuando hablamos de política en el arte, nos referimos sobre todo a esa dimensión micropolítica. Por supuesto, tiene resonancia en lo social, pero el arte en sí mismo no es tanto un instrumento que va a cambiar el mundo (¡después de 10.000 años de creaciones!), sino que enriquece las maneras de ver, de anticipar; trabaja sobre la sensibilidad, sobre la experiencia sutil de las cosas, tiene una mirada que anticipa posibilidades.

Se desarrolla sobre todo de modo virtual porque anuncia cosas que parecen imposibles y así está abriendo una categoría de lo posible contra un concepto de real politik, que es la cultura de lo factible. Desde el 68 se empezó a reivindicar también la cultura de lo imposible. El arte se pega el lujo de hablar de lo imposible. No es que lo imposible se hará posible, pero surge una dimensión que enriquece el umbral de las significaciones, a través de las cuales uno mira más allá.

Al estar representado, está en un plano material y la gente lo puede ver.
Exactamente, le da imagen. Por eso hoy, en tiempos de pandemia, cuando se habla de la importancia de pensar el futuro, el arte es fundamental. Se pueden hacer conjeturas, planes y proyectos; y prever cosas aunque no se sepa lo que va a pasar a mediano, corto y largo plazo. Pero el arte de pronto imagina situaciones orientadoras, por más locas que sean.

Fotografía: Javier Valdez.

En cuanto a lo político, ¿qué le llevó a tocar estos temas?
Me interesa mucho la manera en que el arte trabaja la dimensión política, no tanto al representar puños levantados, rosas o luchas, sino cómo se da a un nivel micropolítico —como te decía—, cómo se incorpora el deseo, que es fundamental.

Para mí lo político es contrahegemónico, y a este concepto hay que tomarlo con pinzas y lo dejo aparte, en el sentido que critica o se diferencia de una expresión dominante. ¿Cuál es el arte hegemónico hoy? El promocionado por el mercado, las industrias culturales. Pero sí, se rige exclusivamente en clave de rentabilidad y beneficio.

Entonces me parece muy bien que existan las industrias culturales y la economía naranja, pero que no se pretenda usurpar determinados espacios de enigma, de silencio. Es la política del arte, uno donde todo se descifra, se transparenta (por ejemplo, el cine de Hollywood). Su responsabilidad política es multiplicar las preguntas. Cuando
se habla del enigma del arte, no nos referimos a una cosa oscura, misteriosa o críptica, sino al dispositivo por el cual las interrogantes no descansan, se multiplican y eso enriquece enormemente crítica y la percepción, con una mirada más intensa y alerta sobre el mundo. El sentido es mucho más amplio, produce esa hemorragia de significaciones, porque es una herramienta de sentidos: el sentido de la vida no se puede reducir a significaciones, es un umbral inalcanzable, y por eso mismo, más rico. Genera una apertura continua de planteamientos, críticas y problematizaciones.

Yo creo que eso trata de obturar una lógica capitalista solamente al servicio de la rentabilidad. Está muy bien, porque el artista no puede vivir del aire, pero tampoco centrarse solo en eso. Esa es un poco la lógica del capitalismo: el amor, el deporte, el fútbol, la amistad, todo pretende estar teñido por la rentabilidad. Y el arte genera mucho dinero. Eso exige, en contrapunto, políticas públicas de Estado capaces de regular esa armonía. Por eso son importantes los apoyos y subsidios.

Reitero, no se trata de aplacar la industria cultural: es un factor de democratización y difusión, pero no es todo. El teatro independiente, el arte experimental, popular, ciertas formas vanguardistas, o mismo, de arte erudito tradicional como la música sinfónica o el ballet, no se sostienen sin apoyo del Estado, porque no generan renta suficiente, ¡y no tienen por qué hacerlo! Es un lujo en el buen sentido, un plus, un excedente que la sociedad necesita para dinamizar sus sueños o mover sus horizontes, o si no quedan petrificados en sus contornos, transparentes y autoexplicados.

Las preguntas son fundamentales para mover la sociedad. Incluso desde una óptica intrumentalista o funcionalista, la sociedad necesita de ese excedente de desvarío que da el arte, de romper filas, que para mí es el momento político más importante.

Como decía Picasso: “Ser revolucionario en arte no es pintar fusiles, es pintar una manzana o una flor revolucionariamente”. La forma de presentar al mundo con una capacidad de apertura de significación, que no queda presa en una mercancía fetiche.

Fotografía: Javier Valdez.

Mencionaba las manifestaciones artísticas periféricas. ¿Cómo podemos hacer que las políticas públicas piensen también en ellas?
Es fundamental abrir espacios para la creación de todos. Si esta se va a reservar solamente a las élites —no me refiero solo a las económicas, sino desde el punto de vista de la especialización que se maneja—, así siempre se fetichizará el arte.

Tampoco tiene por qué redimir al mundo, puede ser una cuestión más reservada a ciertas formas especializadas de producción, si el valor estético, productivo y creativo en el Paraguay no existe. El Kamba Ra’anga, por ejemplo, tiene un valor estético, expresivo, artístico y un potencial inmenso. Lo que pasa es que generalmente los ritos y fiestas populares están avasallados por un modelo que homogeniza todo. Lo mismo pasa con los rituales indígenas, que tienen belleza: personalmente un ritual de los yshir me conmueve más que el Guernica. Eso depende de cada uno, pero objetivamente tienen el mismo valor. ¿Cómo custodiar eso?

Cuando se quemó el Nôtre Dame, el mundo quedó en estado de shock y se consiguieron trillones de dólares. Ese mismo día se incendiaron dos óga jekutu, templos guaraníes. No estoy hablando del legado arquitectónico, histórico. Pero simbólicamente tienen tanto valor como Nôtre Dame. O el templo de Yaguarón, con un abandono absoluto. Hay intentos del Estado desde hace 20 años, pero no terminan de resolverse. Y esa crítica comienza en mi propia administración, que comenzó a tratar el tema, pero no pudo seguir. Tiene que ver con una lógica de Estado muy fuertemente desinteresada.

En toda política cultural están el mercado, la sociedad y el Estado. Para que haya esfera pública, cada uno tiene que salir un poco de sí, renunciar a la pura renta. El Estado debe independizarse de lo meramente político para abrirse a acciones que transversalicen la acción de sus propias carteras, y la sociedad debe salir de sus momentos sectoriales corporativos. Cuesta una mirada de conjunto, que trascienda lo parcialista.

¿Por qué están tan relegadas estas expresiones culturales? ¿Por qué no vemos igual el Kamba Ra’anga que un cuadro de un artista consagrado?
Existe una antiquísima estructura y una jerarquía inequitativa que se privilegia de manifestaciones que guardan relación con una cultura hegemónica: cuanto más se acerque a la cultura consagrada por el mainstream, tiene más valor. El arte popular e indígena es reconocido en Occidente desde hace poco. Vas al gran museo Quai Branly, en París, y ves cosas exóticas fetichizadas, en vitrinas, sin ninguna referencia, todas desinfectadas de polvo y sangre, puestas inocentemente, como diciendo “yo no fui”, a pesar de una colonización salvaje y brutal. Están ahí, bellísimas como una flor de pantano. Eso hace que lo otro sea visto como algo puramente decorativo o exótico.

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