Cuando el espacio público deja de ser para todos
¿Notaste que tu barrio está un poco diferente, que te parecen incómodos los espacios públicos donde antes te sentías como en casa, que ahora tenés que desplazarte por kilómetros y varios minutos para encontrar un lugar para ejercitarte, compartir con tu familia o caminar con tu mascota? Podría deberse al diseño hostil.
Por Mariangel Meza, magíster en Arquitectura, especializada en accesibilidad, construcción sostenible y empleo verde. Fotografía: Fernando Franceschelli.
¿Reflexionaste alguna vez sobre cómo te sentís en la plaza más cercana a tu casa o trabajo? ¿La recorrés con tranquilidad, te parece segura, cómoda? Si te pidiera que imagines un espacio público ideal, ¿cómo sería? Quizás te ubicarías en la realidad de otros países, lo que has visto en fotos o en viajes.
En cualquier caso, si pensamos en un espacio público ideal solemos visualizar lugares vivos, cómodos, con árboles, diseñados para encontrarnos y disfrutar: la plaza para conversar con amigos o tomar tereré; el parque para jugar con la familia, ejercitarnos o pasear al perro; un banco para descansar mientras pasa la tarde o esperamos el colectivo. En esencia, sitios que nos hagan sentir bienvenidos y seguros.
Pero seamos honestos, ¿cuántas veces visitás realmente la plaza más cercana a tu casa? ¿Y cuántas otras recorrés varios kilómetros para llegar a otro lugar público (o semipúblico) simplemente porque allí te sentís más seguro, cómodo o mejor atendido? La experiencia cotidiana nos demuestra que aunque soñamos con la ciudad ideal, la realidad muchas veces está lejos de ser inclusiva.

No todos se sienten cómodos en estos sitios en el país. Las razones son muchas: falta de mantenimiento, iluminación insuficiente, escasa oferta de actividades o porque se perciben inseguros. A esto se suma la situación de muchas personas en condición de calle, que encuentran allí un lugar para descansar o refugiarse. Así, el espacio público se convierte en un espejo de tensiones sociales profundas.
La arquitectura que empuja a algunos a desaparecer
Una de las respuestas más polémicas a estas tensiones ha sido la llamada arquitectura hostil, también conocida como diseño urbano defensivo o arquitectura desagradable, que trata de “resolver” que las personas sin techo se instalen en las plazas, pero ¿es verdaderamente una solución?
La arquitectura hostil se ha vuelto más común en las últimas décadas y se caracteriza por usar deliberadamente elementos de diseño para limitar ciertos comportamientos o desalentar la permanencia de algunas personas, especialmente quienes no tienen hogar, en los espacios públicos. Los ejemplos quizás pasen desapercibidos para algunos, pero nos afectan directamente a todos, los identifiquemos o no. La vemos en bancos divididos en secciones, púas en superficies planas o estructuras inclinadas para que nadie pueda apoyarse o sentarse.
Estos elementos se utilizan, por ejemplo, para evitar que personas sin hogar duerman en paradas de colectivo, debajo de puentes o viaductos, o incluso para controlar la conducta de los jóvenes en plazas. Aunque estas “soluciones” “ordenan” la ciudad, lo hacen a costa de excluir a quienes la necesitan: atacan los síntomas —la incomodidad o la presencia de personas vulnerables— sin abordar las causas estructurales de la pobreza, la exclusión o la desigualdad.

El diseño urbano no es neutral. Cada elección tiene consecuencias sobre quién se siente incluido y quién queda al margen. Los mecanismos de la arquitectura hostil suelen operar al margen de regulaciones y leyes, lo que deja a los grupos vulnerables sin recursos para cuestionarlos o corregirlos. Como señalan investigaciones existentes en urbanismo, actúa como una forma de control social sutil, donde quienes tienen poder estructuran el espacio para limitar las libertades de los menos poderosos.
Estemos atentos
Aunque en algunos países la arquitectura hostil ya está regulada o prohibida, en otros lugares, incluidos muchos países de América Latina como Paraguay, sigue siendo un tema poco conocido o debatido. Quizás lo has visto en algunas plazas del centro… pero ¿la has reconocido?
Las decisiones sobre cómo planificamos plazas, parques, calles y veredas no son neutrales: determinan quién disfruta de la ciudad y quién queda al margen. Por eso es fundamental pensar de manera inclusiva desde el inicio, antes de que cualquier intervención limite derechos o invisibilice a quienes ya están vulnerabilizados.
América Latina enfrenta un panorama complejo: la calidad de los espacios públicos varía drásticamente entre barrios. Muchas plazas, parques y calles carecen de instalaciones básicas, mobiliario adecuado, iluminación, vegetación, pavimentación o transporte público. Estas deficiencias convierten a varios lugares en sitios hostiles para gran parte de la población.

Frente a esta realidad, han surgido iniciativas de urbanismo que buscan transformar los espacios públicos desde la participación y el conocimiento de quienes los habitan. Proyectos como Ocupa tu calle en Perú o eventos como Insurgências en Brasil demuestran que es posible diseñar ciudades más inclusivas mediante intervenciones tácticas, temporales o permanentes, que incorporan la diversidad de la ciudadanía y promueven su participación en la toma de decisiones.
Estas experiencias evidencian que existen alternativas centradas en las personas, que fomentan la convivencia, la seguridad y el bienestar.
El desafío: diseñar para la dignidad
El diseño urbano tiene un poder enorme, pues puede reforzar desigualdades o, por el contrario, promover inclusión, bienestar y seguridad. Por eso, el reto para arquitectos, urbanistas y autoridades es claro: crear espacios que inviten, no que expulsen; y garantizar que todas las personas, sin excepción, tengan derecho a habitar la ciudad.
En Paraguay, muchos espacios públicos ya enfrentan problemas estructurales, y no se usan porque carecen de las condiciones básicas. Su calidad varía enormemente entre barrios, y esto convierte a esos sitios en zonas poco acogedoras.

Ahora, imaginemos que en esos mismos espacios se aplicara el diseño hostil: bancos divididos, superficies inclinadas, púas y obstáculos que desalientan la permanencia. Incluso, los pocos sitios que podrían atraer a la ciudadanía serían inaccesibles o incómodos, especialmente para quienes ya se sienten vulnerables o inseguros.
El diseño hostil no soluciona los problemas, solo los desplaza, invisibiliza o empeora. Ataca los síntomas (la presencia de gente sin hogar, jóvenes jugando o adolescentes descansando) sin abordar las causas reales (falta de equipamiento y mantenimiento, necesidad de oportunidades y políticas inclusivas). Mientras tanto, afecta a todos: si tenés que recorrer kilómetros para llegar a un parque más seguro o mejor cuidado; si perdés tiempo en el tráfico; si renunciás a ejercitarte o a disfrutar de un lugar cercano por miedo o incomodidad, tu calidad de vida también se ve afectada.
Por eso, las plazas, los parques y las calles no pueden erigirse como espacios seguros solo para algunos, ni lugares diseñados para excluir a otros. Deben ser escenarios de vida y convivencia, donde cada persona, sin importar su edad, capacidad o condición social, se sienta bienvenida. Los bancos tienen que ser cómodos y accesibles; los parques, abiertos a todos, no segmentados u hostiles.
Cada decisión de diseño urbano debe ser consciente, responsable y centrada en la justicia social; integrar las necesidades de todos los usuarios; y buscar soluciones que no reproduzcan exclusión ni desigualdad.

Crear espacios inclusivos no es solo un acto de urbanismo, sino una decisión ética. Implica reconocer que las ciudades deben ser lugares donde la diversidad de cuerpos, edades, capacidades y condiciones sociales convivan. Es un compromiso con la dignidad y la equidad, y un recordatorio de que el diseño puede ser una herramienta poderosa para construir sociedades más justas. O, si se usa mal, urbes que excluyen.
Te invito a preguntarte qué hacés vos al respecto. ¿Qué significa para tu día a día que los espacios públicos sean de mala calidad u hostiles? ¿Cómo afecta tu tiempo, tu seguridad, tu bienestar?
La ciudad que construimos —con o sin diseño hostil— impacta directamente en nuestra vida cotidiana. Cada plaza, parque y calle refleja la sociedad que somos.




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