Una travesía entre risas, motores viejos y montañas que guardan soles
Entre risas que sanan, la familia payasil Café con Leche convirtió la vida en un viaje sin frenos. Con un amor nacido de bananas filosóficas y motores viejos, Séverine Moser y Javo Cano—la payasa suiza y el payaso paraguayo— emprendieron una travesía única.
Por Laura Ruiz Díaz. Producción: Sandra Flecha. Fotografía: Fernando Franceschelli. Tratamiento digital: Beto Sanabria Britos. Agradecimientos: Magalí Casartelli.
Era agosto de 2018 cuando Eugenio, un colectivo escolar jubilado con alma de tortuga metálica, decidió cruzar el Chaco paraguayo rumbo a Bolivia. Lo acompañaban una payasa suiza que hablaba con bananófonos y un payaso paraguayo que filosofaba y amaba la moto. Iban despacio, como los caracoles que enseñan que la urgencia es una mentira. Muy pronto a ese viaje se sumaron tres payasitos cuyos primeros pasos fueron sobre escenarios improvisados, entre hospitales y plazas polvorientas.
La historia empezó mucho antes, con una llamada absurda en Buenos Aires. «¿Qué hacés?», preguntó la payasa. «Como una banana», respondió él. Y así nació un amor que se convirtió en familia y una familia que se convirtió en viaje. «No lo planeamos”, confiesa Javier Javo Cano, alias Pincel Stradivari Von Roquefort Ichikata-no Giménez, mientras ajusta un cable suelto de Tía Chona, su nueva casa rodante y, de paso, escribe las respuestas para nosotros. “Los hijos llegaron y les avisamos desde la panza: esto va a ser una gira sin fin», cuenta Séverine Moser, la payasa Yastá.
Seve y Javo se conocieron en Buenos Aires, en un encuentro de teatro espontáneo. El destino los cruzó y se encandilaron con proyectos de viaje por Latinoamérica. Pero vivían en lugares distintos, con rutinas diferentes. Él estaba en Paraguay, entrenaba kung fu y compartía charlas existenciales acompañadas con pizza, mientras ella visitaba hospitales, tocaba el violín y comía tarros y tarros de helado de chocolate.

Muy pronto empezaron a escribirse y el camino los volvió a cruzar porque las ganas de viajar eran inquebrantables: primero a Paraguay y luego a Suiza. Con el tiempo llegó Miya, directo a la panza de Seve, a quien recibieron entre las montañas de Catamarca (Argentina) y se convirtieron en un papayaso y una mamayasa.
Soñaban con una casa rodante, y de tanto soñar vinieron a Paraguay, donde hallaron a Eugenio, un colectivo escolar ya jubilado. Unos meses después de la adquisición de su futura casa rodante (había que armarla desde cero), nació su segunda bebeyasa, Cloë. Y al cumplir el añito, la niña ya era lo suficientemente grande para empezar a recorrer.
Eugenio estaba listo, muy rústico pero perfecto para emprender una hermosa locura: viajar como payasos y familia. O como una familia payasa, para payasear por pueblos, hospitales, escuelas, centros comunitarios y culturales; charlar por radio, visitar a quienes tenían ganas de compartir e intercambiar saberes, historias y reflexiones.
El camino de por sí los transformó. “El poder soltar el ‘sueño’ de viajar en un grupo mucho más grande también y darnos cuenta de que podíamos solitos”, cuenta Seve. El reconocido maestro del arte, Bochín (Jorge Brítez), les dio un último empujón con un “salgan ya, están listos”.

Transformaciones
Eugenio, el colectivo de 1980, fue su primer maestro. Les enseñó que romperse es parte del camino. Cada vez que el radiador explotaba en una cuesta, encontraban una mano amiga que traía comida deliciosa o les prestaba un soldador.
“Fueron tantas las personas que nos permearon sabiduría que no sabría nombrar una sola. El saber es como un virus, sí o sí se te contagia un poquito al hablar con alguien. Aunque es bien cierto que hay gente vacunada también”, dice Javo entre risas.
Así fueron descubriendo “monstruos” —por lo inmensos— como Arena y Esteras en Villa Salvador en Lima (Perú); Teatro Trono en El Alto y La Casa de los Niños —70 familias que construyen utopías entre huertas y circo— en Cochabamba (Bolivia); y El Cántaro Bioescuela en Areguá (Paraguay). Al principio, todos eran gente —y siguen siendo— que quiso hacer algo para sentirse mejor en su barrio, en su comunidad.

“Nunca soltaron. Trabajaron con las herramientas que tenían: teatro, circo, artesanía, apoyo escolar… Y de tanto querer, como son acciones verdaderas, funcionan. A veces se llora, o no sale, pero todos esos proyectos crecieron y son fuentes de inspiración. Somos muchos los que hacemos lo que nos murmura el corazón, todos podemos detenernos a escucharlo y elegir hacerlo realidad”, dice Seve.
Claro que no todo fue miel. La pandemia los agarró en Colombia, con un bebé en camino y Eugenio tosiendo aceite. Tuvieron que venderlo y lo despidieron con los ojos llenos de ríos de sal por más de un día. El tercer hijoyaso, Urutaú, nació en una montaña cerca de Medellín. Fue un parto respetado, largo, larguísimo, pero con muchos cuidados. Ese bebé llegó a la vida con cuatro parteras, de las cuales tres eran mestizas, con formación de partería occidental sumada a la indígena y ancestral. Una de ellas era ginecóloga obstetra de la rama occidental de la medicina.
¿Nacer es salud? ¿Cómo hacerlo bien? Todas estas preguntas se hicieron. No querían que su hijo viera la luz en el hospital y conociera a su familia con tapabocas. Después de 40 días festejaron el cumpleaños número cinco de Miya y regresaron a Paraguay.
Tras las narices rojas
La fragilidad llegó en 2020: la vuelta fue sin Eugenio, sin hospitales en donde hacer su trabajo y con una abuela que ya no estaba. No había lugar para los payasos, escenario donde subirse ni sobraba plata para armar la nueva casa rodante. “Ahí aprendimos que reinventarse es también dejar ir”, cuentan. Pero no duró mucho. Los niños se acostumbraron a ser más sedentarios, perdieron la tonada colombiana y encontraron nuevas formas para sentirse bien.
Si hay un refugio para los Café con Leche, es el arte. Como dice Javo, “existe una negación muy grande en la sociedad sobre el rol fundamental del arte en el cotidiano de todos los seres humanos. Constantemente cantamos o escuchamos música, vemos series o leemos libros, bailamos mientras cocinamos o limpiamos la casa”. Y si algunos creen que “arte” es algo de la élite, de museos caros, queda más que demostrado que no, que todo el día tienen —y tenemos— acceso a una forma de expresión artística.
Sus hijos crecieron entre escenarios y caminos, en familia; comparten mucho todo, las buenas y las malas. Buscan juegos y diversión, leen, pintan. Una mirada dice, a veces, mucho más. “Intentamos que aprendan a entender el contexto y respetar los lugares a donde llegamos. Primero se observa y después vemos qué sucede. Y también se agradece. El otro no es malo ni peligroso de por sí. Solo vive en un lugar que no conozco y seguramente tiene mucho para enseñarme de allí”, dice Seve, y agrega: “Siento que nuestros hijos aprendieron a reconocer lo que ellos quieren y a ser curiosos. Son muy creativos y buenos compañeros de ruta”.

LOS OBJETOS IMPRESCINDIBLES
Seve cuenta que los pasaportes no se pueden olvidar ni los certificados de nacimiento y demás documentos migratorios. Así que se necesita un bolso y una carpeta para eso, una botella con agua y unas galletas o bananas, un chocolate para compartir, un repelente de mosquitos y un abrigo para cada uno. “Listo. El resto no es vital”, dice.
Las semillas
Ahora, Tía Chona —su nuevo bus— recorre Paraguay para llevar obras a escuelas rurales. Ellos creen que el arte es como el tereré: se comparte o no sirve. “Este planeta en el cual vivimos está muy enfermo, así que siento que no importa el tamaño de nuestro hacer”, dice Seve. Aclara que el simple hecho de seguir —y tener ganas— es algo positivo. “Es como en una familia: cuando los padres están bien, los hijos vuelan. Eso se contagia a la comunidad, y ya es mucho. Pero siempre hay dudas; si no las tuviéramos, no estaríamos haciendo esto”, dice.
“En un mundo con tanto dolor, ¿cómo mantienen la alegría sin caer en la ingenuidad?”, les preguntó una vez esta periodista, sin darse cuenta de que la ingenua era la pregunta, y a veces sostener la sonrisa es imposible. “Lo que sí cultivo son las ganas de jugar, la creatividad, dejar a mis hijos aburrirse. Todos podemos conectarnos con lo que nos gusta y nos hace bien. Toca vivir más lento que la vorágine loca de estos tiempos, salir a pasear al sol, andar descalzos en el pasto, en la tierra, mirar a los pájaros, a las hormigas, jugar con el perro, leer, dibujar, pasar tiempo con los hijos y la gente que queremos. En tribu se vive mejor y es buen punto para cargar batería y seguir camino”, aconseja Seve.

Epílogo: la pregunta que queda flotando
Si América Latina fuera un escenario, la familia Café con Leche ya le arrancó risas a sus grietas. El sueño para el futuro es que vuelvan los bosques que se convirtieron en soja y pastizales. Ellos dicen que para que el arte comunitario florezca, hace falta que los niños realicen lo que les gusta y no lo que se les exige; que el celular y la tablet no les coman el cerebro desde que salen de la panza de mamá; que se caigan, se ensucien, corran, hablen, jueguen y aprendan que la vida no es siempre eso que la sociedad te quiere hacer creer. “Claro que sí es parte de la realidad, pero hay más que eso, las estructuras tienen grietas, y en esas grietas abundan historias. Eso es lo que nos define, qué relatos nos contamos en medio de lo establecido”, aclara Javo.
Nota al margen: esta historia se escribió frente a un cafecito, mientras sonaba Life is Life, de Opus, y en la ventana llovía una catarata. Cabe aclarar que la entrevista fue respondida con los nombres de las personas, no de los payasos, porque son capaces de contestar cualquier cosa menos lo que se preguntó. Pero, como diría Yastá: «La vida no es un deber ser, es un bananófono que suena cuando menos lo esperás». La familia Café con Leche nos enseña a atender.
¿CÓMO ENCONTRARLOS?
El domingo 20 de julio actuarán en la sala La Correa. Conocé más sobre las aventuras payasiles de esta familia en Instagram y Facebook: @familia.cafe.con.leche
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