Nota de tapa

HEREDERAS DEL BARRO

Reavivar el fuego: Kuña okambuchi apo

El Colectivo de Mujeres Alfareras Nativas de Caaguazú, Itá, es uno de los pocos grupos que hasta hoy realizan el trabajo de moldear el barro de forma totalmente manual. Sus braseros, ollas y utensilios son revalorizados como símbolos de una herencia ancestral.

Ña Vicenta Rodríguez recuerda a su madre, María Rodríguez. No puede pensar en ella sin rememorar también a su abuela Felicita Pereira. Su pensamiento es circular, como los cántaros a los que da forma día a día, como la enseñanza colectiva que practica, como el jopói que mueve a su comunidad. Ambas mujeres fueron sus maestras en el arte de moldear el ñai’u. Y hoy ella transmite esos conocimientos a sus hijos, nietos y nuera.

Ña Vicenta recuerda que doña María, campesina y madre soltera, llevaba los kambuchi sobre su cabeza, en sus manos y con ayuda de sus hermanos para venderlos. A pesar de su trabajo sacrificado, ella no pudo terminar la escuela. Pero hoy dice orgullosamente que gracias al oficio de alfarera, sus hijos sí culminaron sus estudios secundarios y terciarios.

En la compañía Caaguazú de la ciudad de Itá se encuentra la Escuela Taller del Colectivo de Mujeres Alfareras Nativas, que nació en 2002. Antes de recibirnos, ña Vicenta se lava las manos llenas de barro negro. Pero los vestigios quedan: son marcas de entrega al ritual que representa seguir amasando 100% con sus dedos la arcilla extraída directamente del estero.

Una lluvia —a veces suave, de repente copiosa— envolvía la tarde en la que visitamos el taller de las kuña okambuchi apo. Y aunque la humedad no es el mejor ambiente para que las piezas de barro se sequen, las mujeres, sus hijos y nietos no dejaron de crear. En otros tiempos, cuando no tenían un espacio propio y trabajaban en sus respectivos patios, la labor se interrumpía por inclemencias del tiempo.

Vicenta Rodríguez, maestra alfarera y presidenta del Colectivo de Mujeres Alfareras Nativas de Caaguazú, Itá. Foto: Javier Valdez.

“Desde que tenemos nuestro tinglado, gracias a un proyecto de la diputación de Málaga, nuestras vidas cambiaron y creamos más dignamente. Tenemos la posibilidad de criar a nuestros hijos y además de innovar en nuestra labor”, señala Vicenta.

La técnica colombín con la que trabajan estas mujeres es rescatada de la cultura guaraní, anterior a la colonización española, transmitida de forma oral de generación en generación, que no ha dejado de existir gracias a la resistencia y el trabajo comunitario de dichas alfareras.

“Acá nosotras trabajamos todo a mano. No tenemos molde ni torno, no usamos pintura sintética; solamente tenemos arcilla, agua, tacuara, hoja de guayaba o de naranja y un pedazo de cuchara sin mango. Esas son nuestras herramientas y fueron con las que nuestras abuelas aprendieron. Nosotras seguimos hasta hoy con la tradición”, asegura Rodríguez.

Mientras, observamos el proceso que llevan adelante su tía y primas, sentadas en semicírculo. Dos de ellas moldean y la otra realiza el bruñido, con una piedrita. Al fondo, su nuera arma utensilios con sus hijos.

Elementos naturales como piedras y hojas son imprescindibles en el proceso de trabajo de las alfareras de Itá. Foto: Javier Valdez.

Tradición que renace

“Las kuña okambuchi apo van enfrentando juntas un doble desafío: el de hacer cántaros de inicio a fin, uno a uno, con la memoria ancestral viva, en tiempos de extractivismo y consumo masificado, industrializado, efímero, espontáneo, descartable; y el desafío de hacer y ser comunidad, en tiempos de individualismo y ruptura del tejido social. Apuestas revolucionarias para estos tiempos”, escribe Vero Córdoba, alfarera argentina que realizó el prólogo del libro documental que presentaron desde el colectivo a fines del año pasado gracias al Fondo Nacional de la Cultura y las Artes (Fondec).

Desafiar los tiempos modernos no es tarea fácil, menos si sos pobre y mujer. Las artesanas nunca apagaron la llama de su labor, pero a lo largo de los años tuvieron que cocinar creaciones más rentables y dedicarse a generar piezas decorativas, no tan utilitarias, pues casi ya nadie las usaba.

“Nuestras artesanas dejaban de hacer artesanía. Sus hijas y sobrinas se iban a trabajar a fábricas o de empleadas domésticas. Decían: ‘No da para vivir más. No quiero estar como mi mamá, ensuciándome y ganando muy poco. Demasiado se desvaloriza’. Así estaba nuestra situación”, cuenta Celeste Escobar, aprendiz de ña Vicenta y gestora de la comunidad.

El ñai’u es extraído directamente del estero de compañías aledañas. Foto: Javier Valdez.

Celeste, que es de Yaguarón, una ciudad aledaña y que tradicionalmente también se dedicaba al trabajo en barro, conoció a ña Vicenta en 2011, por medio de un taller que la maestra realizaba a través del Instituto Paraguayo de Artesanía (IPA). Tanto le gustó la experiencia que se quedó a ser parte del colectivo y ayudar a visibilizar el trabajo de estas mujeres.

La primera acción que organizó con la asociación fue una exhibición colectiva en Asunción para que las piezas se vean y aprecien. Esa muestra fue el comienzo de una gran aventura para que las alfareras valoricen su trabajo, se reencuentren con su arte y recuperen la autoestima.

Con Celeste a la cabeza de las gestiones, las socias del colectivo pudieron salir del país y llevar sus conocimientos y piezas de ñai’u a lugares como México, Uruguay y Perú. Hicieron intercambios con alfareros de diferentes partes del mundo, que no podían creer que ellas seguían trabajando a mano con toda la tecnología existente en pleno siglo XXI.

“Antes de eso las maestras no habían ido ni hasta Clorinda, entonces la condición era que yo las acompañara en cada viaje. Con mucho esfuerzo y la ayuda del IPA, conseguimos pasajes y viáticos. Los encuentros fueron espectaculares, pero ellas se dieron cuenta de que ir al extranjero no es fácil, más todavía si sos pobre”, expresa la gestora.

A pesar de los inconvenientes económicos con los que se toparon, las artesanas vieron que en territorios como México se usa vajilla de barro. Del aeropuerto a los restaurantes: todos tenían utensilios de arcilla. El hecho de ver que sí era posible retomar esa tradición, además de que sus colegas las ponderaron por seguir manteniendo una técnica ancestral, hizo que las mujeres volvieran a darle empuje a sus tembipuru.

Foto: Javier Valdez.

“A veces, cuando ves las cosas desde fuera recién valorás lo que tenés. Nosotras nos pusimos las pilas para innovar y fomentar el uso de nuestros utensilios”, expresa Celeste. Ña Vicenta se enfocó en el cántaro brasero y el tatakua, y ella en utilitarios pequeños como jarros, tazas, guampas, etcétera.

Cada cántaro simboliza vidas

En muchas culturas originarias, como la guaraní, los elementos hechos con barro nacieron para suplir necesidades de contener, transportar y cocinar líquidos y sólidos. La cerámica es uno de los inventos más primitivos de la humanidad.

En la casa de ña Vicenta, su abuela usaba el cántaro para agua y el ñai’upyu para tostar maní, coco y maíz. Como siempre la tiene presente, siguió creando esas piezas y agregó otras como cazuelas, ollas y sartenes. Mucha gente pide esos elementos porque les recuerdan a sus abuelas.

“Nuestra idea es que la gente conozca más y que no se termine, que no se quede en una fotografía nomás nuestro trabajo. Ese es nuestro sueño, que se interesen y utilicen también las creaciones para que siga viva la tradición”, comparte Rodríguez.

Las creaciones del colectivo se pueden encontrar cada sábado en la Feria de la Red Agroecológica, que se realiza en la plaza Italia de la capital del país. Foto: Javier Valdez.

Para Celeste, cada kambuchi representa una vida, pues tiene en cuenta todo ese proceso humano que hay detrás de una pieza única. Desde la persona que va al estero a extraer el barro, pasando por la que amasa, la que pule, la que mete al horno, hasta la que va a las ferias y realiza las ventas.

Actualmente son 11 las familias que integran el colectivo, 11 mamás que sostienen sus respectivos hogares. Trabajan juntas, a veces con sus hijos, a veces con sus perros y gatos, pero siempre juntas y a la par. Es por eso que cada cántaro que se vende le alcanza a todas. Las tareas y las ganancias son equitativas, como condición de trabajo.

“Cada pieza es como un hijo. El hecho de poder sentarme, dedicarle horas a un trabajo hasta su culminación, venderlo, que me muestren fotos y me agradezcan porque les sirvió, me da mucha satisfacción. Se lleva una parte de mí que nunca va a regresar, pero se va de corazón a esa persona”, manifiesta Escobar.

Hoy sus utensilios van a hogares y restaurantes de Asunción y diferentes partes del Paraguay. Lograron mucha más visibilidad desde que están presentes cada sábado en la Feria de la Red Agroecológica, que se realiza en la plaza Italia de la capital del país. Allí tienen un trato directo con los clientes y se quedan con todas las ganancias de sus productos.

Una creación que se vendió mucho en el invierno de 2020 fue el tatakua portátil, que creó ña Vicenta hace unos años para el Festival de Chipa Piru en Pirayú. Siete prototipos hicieron hasta lograr el ideal, detalla Celeste. Foto: Javier Valdez.

Una creación que se vendió mucho en el invierno de 2020 fue el tatakua portátil, que creó ña Vicenta hace unos años para el Festival de Chipa Piru en Pirayú. Siete prototipos hicieron hasta lograr el ideal, detalla Celeste.

“¿Quién iba a pensar que revolucionaríamos en medio de tanta tecnología y tanta rapidez? Nosotras le decimos a la gente: ‘Sentate y cociná en japepo de barro’”, reflexiona.

El valor del trabajo

Fue necesario salir fuera, hacer intercambios y mirar en perspectiva para reconciliarse con los orígenes, reaprender las tradiciones y fijar el precio que vale su trabajo. Si antes vendían piezas a G. 5.000 y G. 10.000, hoy el valor es 10 veces ese precio.

Foto: Javier Valdez.

“Se mataban las alfareras y regalaban sus trabajos. Hoy hacemos valer nuestro oficio como ceramistas, nuestra mano de obra. Cada vez que a una mujer se le da el valor que amerita en la labor a la que dedica su energía y sacrificio para sacar adelante a su familia, trabaja con felicidad”, piensa la gestora.

En el contexto del covid-19, muchas jóvenes de la comunidad quedaron sin trabajo y la actividad que logró sacarlas adelante fue la alfarería. Ahí las sobrinas, nietas y nueras volvieron a valorar el ñai’upo, pero para que hoy haya ese lugar fue necesario todo el trabajo de base que realizaron por años las madres, tías y abuelas.

Cada vez que a una mujer se le da el valor que amerita en la labor a la que dedica su energía y sacrificio para sacar adelante a su familia, trabaja con felicidad”,

Celeste Escobar.

Según Celeste, ver que las jóvenes de la comunidad se involucran, le da sentido a todo el sacrificio que realizaron. Cree que gracias a eso la generación de ña Vicenta ve con orgullo a sus maestras y el gran legado que dejaron. “La autoestima volvió a las ceramistas, maestras y aprendices. Eso para mí es todo, porque sin ella, la mujer no puede. Con el valor que se merece y su lugar como tiene que ser dignamente, mueve montañas”, sostiene.

La comunidad recuperó su identidad, retomó la fuerza para pararse firme y seguir amasando con sus pies y sus manos la arcilla negra. Para ña Vicenta es una alegría inmensa ver a su familia interesarse, inmiscuirse y traspasar todo eso que le dejó doña María.

Foto: Javier Valdez.

Estar presentes en las redes sociales también dio bastante visibilidad a su trabajo. En Facebook se encuentran como Colectivo de Mujeres Alfareras Nativas de Caaguazú y en el Instagram, como Kambuchi Apo, en donde cuentan con más de 8.000 seguidores.

“La riqueza cultural no tiene precio, es un patrimonio que sigue vivo. Esta es nuestra cerámica, con orgullo. Tenemos que valorar lo que es nuestro”, refiere Celeste.

El mayor anhelo de las alfareras es ver que su trabajo se utilice, que los paraguayos y paraguayas compartan alrededor de un cántaro brasero, que cocinen un guiso en una olla de barro o un mbeju en una sartén. Pero también quieren que familias de la comunidad continúen con el legado que no solamente resalta por sobrevivir por generaciones, sino porque se trata de una forma de trabajo que mantiene la armonía con la naturaleza y su entorno.

En medio de tanta maquinaria, crisis medioambiental y polarización de posturas, las mujeres iteñas muestran que otra forma de vivir es posible. De forma colectiva, con respeto, dignificando el lugar de cada miembro, crean una ética del cuidado y practican el jopói como filosofía de vida.

Ruta del barro

El 28 de febrero y el 14 de marzo se llevará a cabo la excursión por la Ruta del barro, que busca hacer un recorrido por que mantienen viva la tradición de la cerámica colombín. Se trata de las comunidades Caaguazú de Itá y San Rafael de Tobatí. El objetivo del encuentro es lograr un intercambio entre los alfareros y sus familias, además de dar a conocer a los visitantes sus trayectorias, procesos de trabajo y lugares de desarrollo.

La excursión incluye desayuno, almuerzo, refrigerio y asistencia a los pasajeros. El costo de la salida es de G. 280.000 por persona. Las reservas para la excursión se realizan a los correos disponibles: magaliacevedo@columbia.edu.py y karina.maldonado@columbia.edu.py o al número habilitado para WhatsApp (0985) 638-729.

La iniciativa surge de parte del Colectivo de Mujeres Alfareras Nativas de Caaguazú, Itá (@kambuchi_apo), con el
asesoramiento de la Agencia del Departamento de Turismo y Hotelería de la Universidad de Columbia, y cuenta con el
apoyo de la Secretaría Nacional de Cultura (SNC), la Secretaría Nacional de Turismo (Senatur), el Instituto Paraguayo de Artesanía (IPA) y la Aprotur PY (Asociación de Profesionales del Turismo en Paraguay).

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