Columna

Mi relación con el ocio

Mujer busca hobby

Crecí bajo la creencia de que si trabajás en lo que te gusta, no trabajarás ni un día de tu vida. A los 20, era la envidia de mis amigas por haberlo logrado. A los 30, empecé a cuestionar la veracidad de esa frase, cuando la ocupación soñada dejaba tiempo nulo para cuestiones personales o cualquier intento de estabilidad. Ahora, al borde de los 40, me descubro envidiando a gente con empleos aburridos y horarios fijos, porque ellos tienen algo que yo no: tiempo para cultivar sus pasiones fuera de la oficina.

En El diablo viste a la moda (2006), Andrea Sachs (Anne Hathaway) es una joven periodista recién graduada que consigue trabajo como asistente de Miranda Priestly (Meryl Streep), la poderosa y temida editora en jefe de la revista de moda Runway. Aunque ella no tiene interés en la moda, acepta el puesto con la esperanza de que le abra puertas en el mundo editorial.

A medida que el trabajo se vuelve cada vez más demandante, Andy cambia su estilo de vida, su apariencia y se aleja de sus amigos, su pareja y sus propios valores. Esa transformación ocurre en un entorno donde se le recuerda constantemente que millones de chicas “matarían” por su puesto.

La película alcanza su clímax cuando la protagonista abre los ojos: el mundo de la moda es despiadado y está lleno de personas dispuestas a todo con tal de pertenecer. Su jefa, reina madre de ese ecosistema, encarna esa lógica con perfección. En una escena final, Andy le reprocha su conducta y afirma que no quiere convertirse en alguien así. Miranda le responde con frialdad: “Todos quieren ser como nosotras”, antes de bajar de la limusina rumbo a otro glamoroso evento, rodeada de paparazis durante la Semana de la Moda en París.

La respuesta de Andrea es salir del auto, caminar en dirección opuesta y arrojar su teléfono —el arma de control y opresión laboral por parte de su jefa— a la fuente de la Place de la Concorde. Con ese gesto se libera del hechizo de trabajar en la industria de la moda. La película funciona como una metáfora perfecta para cuestionar cómo ciertas “oportunidades” profesionales encubren dinámicas laborales abusivas, disfrazadas de éxito, aprendizaje o prestigio.

Aunque trabajé poco tiempo en la industria de la moda, fue en mi transición a las industrias creativas donde me sorprendió descubrir que El diablo viste a la moda decía más sobre mi vida y la de mi entorno de lo que las distancias geográficas o de contexto hubieran hecho pensar. Tal vez por eso me interesé en habitar la academia y mirar la cultura desde allí: con la intención de incidir en las prácticas desde el análisis.

Pero también —y quizás más profundamente—, fue mientras perseguía el sueño de convertirme en doctora y ganarme un lugar en universidades de élite. En ese camino, sin darme cuenta, fui perdiéndome a mí misma. Como Andy, sacrifiqué demasiado en la búsqueda de validación en espacios donde también creí la historia de que miles de personas “matarían” por esa oportunidad.

Esta trampa comienza a gestarse en la infancia, cuando la pregunta más importante pasa a ser qué querés hacer cuando seas grande

En el libro Trabajar: Un amor no correspondido (2024), la escritora y periodista estadounidense Sarah Jaffe hace una radiografía lúcida de por qué convertir la pasión en profesión quizás sea una trampa que alimenta formas sutiles de explotación. Esto podría estar creando una nueva forma de tiranía laboral en la que asumimos con entusiasmo tareas que terminan invadiendo cada rincón de nuestra vida.

Jaffe levanta el velo sobre verdades incómodas. Primero, que esta trampa comienza a gestarse en la infancia, cuando la pregunta más importante pasa a ser qué querés hacer cuando seas grande. Como si el trabajo fuera el centro de nuestra identidad. En segundo lugar, tras exhaustivas entrevistas a profesionales de distintas disciplinas, llegó a la conclusión de que si bien pareciera que hacer algo “por amor al arte” es una presión exclusiva del ámbito creativo, en realidad esta lógica atraviesa todos los sectores.

En eso me sentí profundamente identificada. Salí de las industrias creativas para dedicarme a la academia, solo para descubrir que allí también se espera que una esté siempre produciendo más: más artículos, más conferencias, más proyectos. Porque, como dice una de las frases más populares de este mundo, “publicá o perecé”.

En mi caso, cambié de profesión varias veces y tuve muchos “trabajos soñados” a lo largo de los años, pero en ese proceso también perdí una parte de mí que nunca debería haber cedido.

La tercera verdad incómoda de la que habla Jaffe es que no se trata de buscar soluciones individuales (como nos hacen creer los gurús de TikTok). No se trata solo de “gestionar mejor el tiempo”, no es una cuestión de voluntad personal.

La salida es colectiva. Volver a poner en valor cosas que parecen pasadas de moda, como organizarse en sindicatos o, al menos, compartir nuestras experiencias con nuestras compañeras de trabajo, quizá sea el primer paso para darnos cuenta de que no estamos solas ni somos las únicas, y que el sistema también puede cambiar.

En mi caso, cambié de profesión varias veces y tuve muchos “trabajos soñados” a lo largo de los años, pero en ese proceso también perdí una parte de mí que nunca debería haber cedido. Tomé conciencia de esto hace aproximadamente un año cuando, conversando con una amiga, me di cuenta de que ya no tenía hobbies. Nada. Ni un solo momento en el calendario semanal dedicado a hacer algo sin fines productivos.

Pero no siempre fue así. Mis pasiones (escribir, actuar, leer) fueron, con el tiempo, sofisticándose y transformándose en formas de ingreso económico. Y cuando volví al mercado laboral paraguayo como trabajadora independiente, tras una larga pausa en el extranjero dedicada a mis estudios de posgrado, todo lo que no generaba dinero fue quedando fuera.

Ante esta revelación, me propuse un desafío no menor: volver a explorar qué me gusta y reconectar con el goce, como algo que pueda existir por fuera del mandato de la productividad. ¿Será el pádel? ¿Las clases de cerámica? ¿La danza? La respuesta, por ahora, sigue siendo incierta. Pero el resultado es lo que menos importa, lo que realmente me entusiasma es la posibilidad de explorarlo.

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